El parqué
Con el foco en Ucrania
Morir en la orilla. Volver a tener la miel en los labios y ver que se te escapa sin poder replicar. Resignación. Es la agónica rutina de una dinámica perdedora. El Almería cayó contra un señor equipo como la Real Sociedad nuevamente en los últimos minutos. Cuando más duele. Cuando parecía que esta vez sí, pero no. Solo quedaba lamerse las heridas que comienzan a hacer mella en un cuerpo que permanece en estado crítico. No es tampoco ninguna novedad. Los más veteranos por estos lares saben que aquí no se ha venido festejar en cada jornada. Ni todo el dinero del mundo podría cambiar eso. El pasado sábado lo recapacitaba mientras estaba sentado en el banquillo de Almería. Medio estirado, con el estadio vacío y con el sol luciendo en pleno noviembre, mi mente flotaba en algún punto del estadio. Ni siquiera era conscientes de dónde estaba, pero ahí, medio embobado contemplando el verde desde un lugar privilegiado, de repente comenzó a sonar el himno. Sin ningún alma, sin bufandas ondeando y sin el grito de las graderías. El eco difuminaba las notas, aunque mi piel se erizaba en ese momento tan especial. Quizás sea una buena metáfora de la actualidad rojiblanca. Con un futuro incierto y la única certeza de que este equipo es colista y no ha ganado ningún partido, lo que nos queda es disfrutar. Disfrutar en mitad del abismo, en una travesía en el desierto, en un momento de zozobra. Pero disfrutar de estos instantes. Porque hasta en las peores fiestas hay copas que no amargan y sonrisas que enternecen. Mi primera temporada de abonado fue la 2010-11, el primer descenso de la historia a Segunda División. Es la prueba definitiva de que no hay lugar para esconderse. Después han venido grandes tardes en la que el fútbol ha sido una vía de escape para muchos problemas de nuestra vida cotidiana. No obstante, no tiene pinta que así sea esta temporada. ¿Ah, y qué hacía en el banquillo antes del partido? Ese es otro cantar, queridos.
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