Hay que echar pronunciadamente la vista atrás para volver a sentir el cosquilleo de un partido grande como el de hoy en Almería. Siete años que han sido más eternos como el cielo y que, sin duda, han pasado por encima nuestra de una forma cruel y desvergonzada. Siete años después, el Almería vuelve a Primera División. Tras un verano plagado de dudas, pero en un contexto, en clave social, inmejorable. Donde el grande vuelve a ser el de casa y donde el de fuera, en este caso, todo un Real Madrid, intimida, pero no llega a asustar. Porque, por primera vez, muchos están empezando a lucir sus colores rojiblancos con orgullo. Sus raíces. Y eso, amigos, es más grande que cualquier club con el que queramos medir fuerzas. Ya no tenemos complejos. Puede que sigamos siendo el mismo museo de arcángeles disecados maltratado por el azar. De hecho, apostaría a que es lo más probable. Pero muchos han decidido llevar por bandera estos colores, este escudo, estas siglas. Y ya no hay vuelta atrás. El Almería vuelve a lo más alto, copado de ilusión, tras haber dado de lado la calle Melancolía para mudarse al barrio de La Alegría del que hablaba Sabina. Ellos constituyen el club más grande del mundo: un argumento letal con el que, a buen seguro, tratarán de desmoronarnos. Pero nosotros estamos de vuelta. Y nuestra pasión cada vez es más irrefrenable. Amamos al Almería como amamos a todo lo que nos hace sentir vivos, pese a que, poco a poco, también mina nuestra moral. Es un reto mayúsculo, pero yo, hoy, afrontaré la previa, el recibimiento, el himno a capela y el partido con una confianza irracional solo presente en los más desquiciados, chiflados, iluminados y borrachos del lugar. Mañana, si me preguntan, habré despertado de este sueño lúcido. Pero hoy no me pidan cordura. Hoy me doy al onanismo de lo ilusorio.

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