Veía a los cabestros ingleses arramblar con las exiguas defensas policiales de los aledaños de Wembley y entrar cuales Dothrakis en el estadio antes de la final Inglaterra-Italia, y no podía dejar de recordar una de las imágenes televisivas de mi infancia que más marcada se me quedó (junto a la de aquella cría sudamericana que fue siendo poco a poco engullida por el lodo tras la erupción de un volcán): la de decenas de aficionados aplastados contra las vallas del estadio Heysel de Bruselas, en aquella final europea entre la Juventus y el Liverpool que, pese al 'nimio' detalle de que se habían registrado 39 fallecidos por el 'empuje' de los hooligans sin entrada, se jugó (la UEFA es asín). Los veía, digo, pateando a desconocidos a lo Black Lives Matter y borrachos como cubas, metiéndose bengalas encendidas en el orto en pleno subidón etílico, experimentando 'viajes' psicotrópicos mientras reventaban botellas en las plazas y ponían en riesgo integridades físicas por doquier, y no pude sentirme más alegre de haberme convertido en un aficionado de batín, cocacolazero y bolsa de Ruffles. Benditos 42.

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