Cambio de sentido
Carmen Camacho
Plácido
CAMINO por Recife, una ciudad sitiada por seiscientas favelas, donde dicen vivir el cuarenta por ciento de los casi cuatro millones de habitantes de su área metropolitana.
A plena luz, no se puede pasear de otra manera, camino al azar a través de San Sebastiâo, a orillas del Imbiribeira, donde de repente se me aparece el Shopping Tacaruna y, al lado, las favelas vecinas de Santo Amaro, Santa Terezinha y Chié ocultas tras el paisaje urbano de la ciudad, una forma de desmentir el infierno, que contrasta con el lujo del centro de compras. En el otro extremo el Shopping Recife, el shopping con mayor número de tiendas en toda Latinoamérica y, junto a él, elegantes edificios acristalados junto a casas y pozos sépticos de la favela "Entra a Pulso", construída vertiginosamente. Unas cuadras más allá más chambaos entre basuras hundidas en el pavimento ayudado por el tránsito, tanto que las puertas de muchas casas están ya por debajo del nivel de la calle. La basura se acumula, se pudre y se seca. Montañas de desprecios, bolsas de plástico, perros vagabundos, alguna cabra, edificios sin agua, calles sin desagües y por doquier el fondo musical del maracatú. Sólo la lluvia puede limpiar la favela, pero cuando llueve se forman inmensos charcos negros cuya profundidad es difícil calibrar. La vida humana en ese mundo debe ser como dice Hobbes que era en el estado de la naturaleza, pobre, solitaria, brutal, corta.
Desde allí, como si las autoridades municipales quisieran sacarte pronto, indicadores te invitan visitar Olinda, una ciudad patrimonio de la humanidad que oxigena Recife. Y hasta allí más favelas con sus hierrajos dirigidos al cielo y esqueletos de barro mezclados con hojas de palma seca.
En Olinda es inevitable encontrarse con La Bodega de Veio, un almacén de barrio donde venden lo inimaginable, desde los grabados de Borges, xilografista característico de Olinda que le dio una identidad gráfica al lugar, hasta petacas de tragos, poleras de la Orchestra de Olinda, Abarrotes, Charqui, vino chileno, literatura de cordel, que es poesía popular impresa artesanalmente. En la pared hay banderines, afiches, un altar a Chico Science. Y fotos de miles de famosos brasileños. Selecciono un par de temas musicales de una vieja gramola y me siento a escribir con mi petaca de güisqui y pido agua mineral "ben gelada".
En esta ciudad de Olinda, se respira sexo, se respira música, se respira humanidad, se respira la alegría de cabalgar el desencanto. No hay más por hacer. La piel quemada por el sol se siente estirada y reseca. Olvido cambiar el disco y suena el clásico sonido de huevo frito dando vueltas a 33 revoluciones, la velocidad crucero de la felicidad. Es todo lo que se puede decir antes de morir, una vez visitada Olinda.
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