Miradas, ojos y perogrulladas

¿Cómo cabrá culpar al instinto carnal de buscar pareja? ¿Cómo se probaría el deseo febril, a veces como un rayo, en los ojos?

C ON un evidente propósito correctivo, pero no exento de polémica, el Ministerio de Igualdad publicó hace poco una encuesta que visualizara el estado de la violencia contra la mujer, resaltando en tal contexto el acoso de las «miradas insistentes o lascivas». Un horror para quien lo sufra, claro, y que tal vez no debamos frivolizar sin más, porque todos sabemos algo de las miradas sucias o malencaradas, aunque si se tratan con escaso rigor, poco se ayudará al ciclópeo reto por la dignidad. Y es que siendo la vista el sentido que más información proporciona al cerebro, el mundo de las miradas puede que sea, también, el más complejo de entender y de usar. Dicen los etólogos que todos los primates, incluidos los humanos, ajustamos nuestra conducta a incesantes desencadenantes sensoriales, en los que la vista es el más proactivo. Que, a través de los ojos el cerebro procesa en milisegundos, el género, estatus social o raza de otras personas para ubicarlos en los prejuicios que cada cual portemos. Una función básica para la supervivencia. Pero los ojos no solo captan, sino que, además, expresan una posición ante el mundo, ya de dominancia, con la mirada directa, o de subordinación, al apartarla, ya de miedo, angustia, seducción (poner ojitos), o reprobación: Una foto de ojos observantes en una calle, logra que se tire menos basura. Desde tal complejidad sobre lo que comporta el mirar o ser mirado, que apenas esbozo, ¿cómo podrán equipararse las miradas por géneros, ni el mirar insistente con el mirar lascivo? Ya en mi tierna juventud aprendí, con alto costo para mi autoestima romancera, que si una chica me miraba fijamente, más que por seductora lo hacía por ser miope. Nunca me falló el diagnóstico. Pero lo que acaso más abrume, sea el recelo de que tal vilipendio del mal de ojo dé pábulo a la tipificación penal de algún subtipo ad hoc del acoso sexual. Porque hasta que no roboticemos los códigos de seducción que traemos de serie en nuestro lenguaje corporal, ¿cómo cabrá culpar el mero instinto carnal de buscar pareja? ¿Cómo se probaría el deseo febril, a veces como un rayo, en los ojos? ¿Cómo distinguirlo del encandilamiento ingénito ante la belleza? ¿En qué grado, en fin, podría atenuar su pena quien, por no tener vista de lince, precise alguna fijación adicional? No sé, pero fácil no será. Y apenas me consuela la perogrullada de que se dispare la industria de las gafas de sol.

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