Editorial
Congreso del PSOE: manual de resistencia
Desde niños, las casas de pueblo se convierten en escenarios vivos de nuestra memoria, ancladas en un tiempo que parece detenerse. Son más que simples construcciones. Refugios de historias y emociones, donde cada rincón guarda secretos. Basta con cruzar el umbral de una maciza puerta de madera para que su olor a viejo y a comida casera nos envuelva, transportándonos a esos interminables veranos. El eco de risas infantiles resuena entre paredes gruesas.
En estos espacios, nuestro deseo de explorar se desataba. Jardines traseros de barro y plantas trepadoras. Escaleras crujientes siempre polvorientas, pasajes secretos hacia un mundo paralelo. Desvanes oscuros llenos de herramientas oxidadas y misteriosos baúles que se transformaban en cuevas de tesoros escondidos.
Al poco de observar a quienes habitan estas casas, encontramos una coreografía social que va más allá de las palabras. Allí vivían los abuelos, guardianes de la tradición, que sentados en sillas bajas, repiten los mismos cuentos una y otra vez mientras tejen o cascan nueces con manos gastadas pero precisas, para quienes la cocina de leña o gas no es un lugar cualquiera, sino un templo. Sus manos, con la experiencia del tiempo, amasan y remueven con ese don inimitable de quien ha aprendido a cocinar con el corazón y no libros. Y luego los niños, nosotros, los que corríamos descalzos entre habitaciones frescas en verano, con la fascinación infinita por esos techos altos y esas ventanas que miran hacia un campo inmutable. Y por supuesto, los animales, siempre presentes: el perro que dormita a la sombra de un pino o las gallinas que picotean despreocupadas ajenas al frenesí de los juegos infantiles.
Cada elemento en estas casas está en su sitio, ya que ha sido colocado ahí por generaciones de manos cuidadosas. Las mesas largas donde se sientan familias enteras a compartir el pan; las chimeneas o estufas que nunca dejan de ser un centro de reunión; repisas cargadas de recuerdos que condensan toda una vida.
Y cómo olvidar el sonido de las campanas lejanas al atardecer, anunciando el final del día, cuando, cansados de aventuras, volvíamos a casa para descansar bajo techos que como grandes testigos mudos, habían visto a tantas generaciones antes que nosotros. Las casas de pueblo son monumentos de una memoria compartida, donde el pasado y el presente se entrelazan, como si fueran eternas, aunque sabemos que con el tiempo, al igual que nuestros recuerdos, irán desmoronándose lentamente.
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