24 de octubre 2024 - 03:08

Ayer me tocó visitar uno de esos edificios con solera, poso y peso. Peso no solo en el sentido figurado, pues se trata de un edificio masivo, de gruesos muros y esbeltos huecos como rendijas que perforan sus fachadas siguiendo un ritmo regular y repetitivo, solo alterado por su pórtico de acceso con capiteles dóricos.

Es un edificio clásico en su composición, de estilo neo-academicista de orden gigante, con un solemne basamento de sillares almohadillados y cuatro niveles horizontales, contando con su semisótano y coronado por una cornisa de pilastras y balaustres.

El edificio alinea sus cuatro fachadas con la forma trapezoidal de su solar, resolviéndose mediante naves de una crujía y galería corredor en torno a un patio central y una escalera monumental coronada por una linterna.

Ya en el interior, altos techos, carpinterías verdes, sobrias paredes descarnadas y solerías de baldosa hidráulica y tarimas por las que han pasado durante décadas miles de almas crean un ambiente ciertamente sobrecogedor. Esconde además una pequeña joya, pues su salón de actos reversible conserva sus vidrieras originales, en una de las pocas concesiones al ornato en todo el edificio.

Empezó siendo la Escuela Superior de Artes Industriales, gestada en la década de los años 20 a partir de unos estudios iniciales de Trinidad Cuartara, y terminada en los primeros años 30 del siglo pasado. Pasó a ser Instituto Mixto de Enseñanza Secundaria en los años 50.

Y así ha llegado hasta nuestros días. Ha superado repúblicas, guerras, dictaduras, transiciones y hasta la llegada de la fibra óptica. Y ahí se mantiene, con orgullo y fuerza, erguido y oculto tras dos inmensos ficus que protegen su fachada sur.

¡Qué gran diferencia con las construcciones actuales, orgullosas de sus muros cortina y audaces voladizos! Hemos pasado de muros masivos de un solo material, que además servían de soporte estructural, a ligeras pieles que, como una cebolla, aglutinan un sinfín de capas que condensan las propiedades de 70 cm de materia en apenas 25 cm, desligadas de una estructura de finos soportes y forjados.

Hoy, el Instituto Celia Viñas, con sus aseos renovados, pizarras digitales y moderno ascensor, sigue siendo el mismo venerable edificio que quedó varado en la margen oeste de la Rambla hace casi 100 años, habiendo mantenido casi inalterada su esencia. Mientras, a su alrededor, la ciudad lo ha ido envolviendo y arropando, haciéndolo pasar casi inadvertido con su elegante y silenciosa sobriedad.

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