NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
“el proyecto ha madurado”, dicen. Como si se tratara de un queso. Y puede que lo sea. Uno empieza con una idea fresca, vibrante… casi inocente. Un croquis que flota en las páginas de un cuaderno o en la brillante pantalla de una tablet. Pura intención, pura magia. Pero ¡ay, amigo!, luego viene la bofetada de realidad. La vida tiene normativas, informes sectoriales, aviación civil, comisión de cultura, técnicos municipales que subrayan en rojo y promotores que descubren súbitamente que les apasiona la cerámica beige; y si es en porcelánico de gran formato como el de la página 83 del catálogo de saldos, mejor. El proyecto entra entonces en su particular adolescencia: rebelde, contradictorio y plagado de revisiones que torpedean la inocencia. El que una vez soñó con volar, ahora aprende a justificar radios de rampas de accesibilidad y retranqueos de tres metros. Aparece la primera memoria justificativa. Ese género literario que podría competir con la novela negra por la cantidad de muertos conceptuales que arrastra, pero que, con digna valentía, se coloca como primer documento del proyecto, a la espera de aguantar estocadas. Pero lo más curioso es que uno se acostumbra, se adapta y aprende a querer a esa versión de su criatura que ya no es suya del todo. Porque hay una belleza extraña en ver cómo el proyecto se mancha de realidad: con hormigón, con dudas, con imprevistos. En obra, el plano sufre, pero también respira. La geometría se ajusta a una zanja mal excavada o a una idea feliz de última hora que nadie se atreve a discutir. Y cuando por fin se termina, cuando las llaves tintinean y el cliente sonríe, o al menos no frunce el ceño, uno mira el resultado y se pregunta: ¿es esto lo que pensé? ¿es peor? ¿es… otra cosa? Pero esto no siempre es así. A veces suceden los milagros y ocurre lo contrario: que el proyecto, en lugar de madurar, rejuvenece. Como Benjamin Button. Nace viejo, serio, sobrio, lleno de justificaciones normativas y cálculos, pero termina ligero, limpio y amable. Más sencillo de lo que uno imaginó. Como si la obra supiera quitarse años de encima conforme avanza. O como si los arquitectos, ya agotados, fuéramos soltando peso. Y entonces ocurre el milagro: un proyecto que parecía vencido por la burocracia acaba siendo algo vivo. No como lo soñamos, sino como lo permite el tiempo. Un auténtico cisne negro. Y cuando ese día llega, se es consciente de que el proyecto, a veces, puede ser solo el inicio de un camino emocionante.
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