PODEMOS entenderlo de muchas maneras. En uno de los capítulos de Pesadilla en Elm Street, Freddy Krueger condenaba a una víctima a repetir indefinidamente un día concreto, las mismas situaciones cotidianas, todos los días de su vida. El hombre se iba volviendo loco a medida que iba envejeciendo. En la película El día de la marmota, la moraleja era un poco más optimista: tenemos ilimitadas oportunidades de hacer las cosas bien. Y luego está la perspectiva de Nietzsche y su «eterno retorno», según el cual los actos, pensamientos, sentimientos e ideas se repiten indefinidamente a lo largo de la historia. La expresión «cíclico» se utiliza a menudo cuando se habla de economía, política y otros temas. ¿Tendrá razón aquel derrotista y determinista pensador, Francis Fukuyama, cuando en El fin de la historia proclamó que la civilización occidental había llegado a su máximo desarrollo?. Quizá el ciclo se haya cerrado, quizá ahora lo que toque sea destruirlo todo y volver a la prehistoria, o repetir indefinidamente los mismos errores, porque ya no se puede hacer mejor.

Sorprende, agota y desespera que tengamos que seguir argumentando y defendiendo ideas durante más de veinte años, las mismas que se defendían en los 80, las mismas de Freire a finales de los 60, las de Freinet en los años 30 o Dewey en el cambio al siglo XX. Sorprende que incluso en lugares donde se forman educadores de toda España, siga habiendo supuestos «grandes profesionales» que cuestionen conceptos como el de inclusión, argumentando que «no hay que ser radical», que «no siempre es malo sacar al alumno del aula ordinaria para atenderlo», «no son malos los programas específicos que adaptan el nivel educativo» o que «lo que se haga deberá demostrarse en los resultados». Creo que hay que darle la vuelta al discurso: «demuéstreme usted cómo la segregación y la adaptación de nivel hace que se alcancen los mismos objetivos». Sorprende que la explicación siga siendo determinista, ligada a los barrios, las familias, la procedencia, el entorno sociocultural, como si la escuela nada pudiera hacer al respecto.

Algo hemos avanzado. Cuando yo era pequeño, a los chavales de educación especial se les llamaba abiertamente «subnormales». Si nos conformamos con eso, bien podemos darnos palmaditas en la espalda y seguir viviendo este eterno día de la marmota. Si no, algo habrá que hacer para romper la maldición.

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