Un relato woke de la extrema izquierda
El dios Dinero
Quevedo se equivocaba: don Dinero no es un poderoso caballero, es un dios. Un dios, como todos, creado por el hombre a su imagen y semejanza. La religión basada en él es la Economía: la necesidad instintiva de subvenir a las necesidades físicas y materiales humanas. Solo que el hombre, que se dice racional, lo de satisfacer las necesidades básicas lo tiene superado y necesita alimentar otra no menos perentoria: su codicia. El Dinero es un dios que promete la salvación. La salvación, no del hambre, sino de la pobreza. Su cielo es la riqueza, no en otra vida prometida que dependa de las buenas obras, sino en esta. Y, además, conseguida en el menor tiempo posible: aquí y ahora.
El dios Dinero no necesita misionar ni sacrificarse para hacerse amar: poseemos un apego innato a su poder. Dinero y poder son el padre y el hijo de esta religión. Su espíritu santo es la felicidad: un hombre rico es poderoso y, por tanto, se le supone feliz. La doctrina de esta religión tan humana –demasiado humana, diría Nietzsche– se aprende desde la cuna. Ya esa cuna es como es a consecuencia de la cantidad de Dinero, de poder y de felicidad que posean los progenitores. Esta religión no necesita sacerdotes que la enseñen: la Vida misma se encarga de inculcarla en lo más profundo del ser humano. Tanto tienes, tanto vales será la consigna vital con la que partamos desde la infancia a la lucha por la existencia.
Nadie puede sustraerse a los dogmas de esta religión. El pobre porque anhelará la riqueza; el rico porque deseará más riqueza. Y así, ni uno ni otro reconocerá nunca límites ni se sentirá nunca en posesión de lo que toda la vida andará buscando: la felicidad. Incluso el más inteligente, el más prudente, el más honrado de los seres humanos no desperdiciará nunca la oportunidad de obtener Dinero –la comunión con el dios omnipotente– de la manera más fácil posible. El empresario pagará mordidas por la obra pública adjudicada bajo cuerda. El político se venderá al comisionista aparentemente generoso. Quien maneje dinero público, que entra en cantidades enormes por ley, a duras penas se podrá sustraer a participar de esa riqueza de una u otra forma: la codicia humana, como permanente Pepito Grillo, siempre le soplará en la oreja que tome su pellizco.
No existe el ande yo caliente y ríase la gente. No bastará una humilde morcilla que en el asador reviente. Se equivocaba también Góngora.
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