Ciudadano A
¿Quién puede matar a su hijo?
Los fontaneros políticos, como Leire Díez, existen en todos los partidos y se desempeñan en todos los niveles y todos los ámbitos. Yo diría que son un universal casi de cualquier sociedad y de cualquier tiempo. Cumplen con la dudosa misión de trastear por lo más sórdido de la vida política, o de la vida en general, buscando siempre el mayor perjuicio posible del rival, ya sea este real, o ya sea imaginado. Para ello no escatiman en medios ni acciones, fuera de cualquier atisbo de miramiento. Son seres que cabría clasificar en la categoría de “amorales”, una sutileza conceptual que he aprendido de los filósofos. La inmoralidad presupone el conocimiento de la moralidad, a la que se renuncia, por razones diversas y habitualmente poco dignas. La amoralidad, en cambio, desconoce de la existencia de patrones y principios morales que puedan regir la vida de las personas. Es un estado sin retorno posible.
Hay múltiples réplicas de la fontanería política. Predominan, como es lógico, en la confrontación entre partidos, o dentro de ellos. Pero son también fácilmente rastreables en la vida sindical, en la universidad, en las administraciones, en las empresas y hasta en las instituciones religiosas. Siempre hay alguien dispuesto (o dispuesta) a ocuparse de las tareas con las que sus amos no se dignan a mancharse, descendiendo a la más baja de las cataduras.
En ocasiones mueven a cierta conmiseración, por acomodarse con cierta ductilidad al clisé del esclavo sometido y forzado a realizar tareas humillantes, indignas. No hay nada más lejos de la realidad. Esa fontanería es vocacional. Se ejerce experimentando la satisfacción (inexplicable para los legos como yo) de sentirse el joker supremo e invulnerable, siempre protegido desde las alturas. Están autorizados a hacer, deshacer, amenazar, acusar y condenar, siempre en su nivel de actuación, amparados por la oscuridad entre la que transitan y por las fuerzas que los sostienen. Por eso Leire Díez repite que a ella la había puesto el PSOE, su salvoconducto. El problema viene cuando estos caducan, los traspapelan o se estropean por negligencias varias. Claro que, mientras eso sucede, los inconvenientes están en el otro lado de la acera; los padecemos los demás, obligados a sortear las andanzas de tanta fontanería.
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