NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Justificar por qué algunos detentan el poder ha sido objeto de discusión a lo largo de los años. Desde la “ley de más fuerte” defendida ardientemente entre otros por los sofistas Trasímaco y Calicles, hasta la atribución del poder al pueblo, la democracia, pasando por el origen divino de toda potestad, o el derecho derivado de la pertenencia a una estirpe, varias han sido y con matices distintos lo que nos ha contestado la filosofía política. Pero el caso es que, sea por la razón que se aduzca, hay determinadas personas e instituciones que tienen un gran poder. Elegidos por el pueblo, por dios, por la naturaleza o por los genes les da derecho a decidir, con limitaciones o sin ellas, qué hacer en las sociedades humanas. Esa capacidad de decisión es lo que hace que aquello, el poder, cuya fuente se ha intentado establecer con mayor o menor fortuna, se convierta en una fuente de la que derivan decisiones muy importantes para todos. Es una perogrullada, pero “el poder da poder”. Lo vemos todos los días por cuanto desde el sistema educativo hasta el sistema sanitario, o la velocidad máxima permitida en las carreteras, todos ellos dependen de quienes ejercen el poder. Bastantes decisiones de las que adoptan los gobiernos se basan (o al menos se deberían basar) en un cierto programa que se presenta como la espina dorsal de la acción de gobierno. Una de las facetas que considero más compleja es lo que podríamos llamar el “reparto” de determinados “bienes”. Siempre he pensado que es más arduo para los gobernantes repartir beneficios cuando no hay suficientes para todos, que tener que negarlos a todos porque no hay qué distribuir. A quién se le da, y a quién se le niega. Cuestión de prioridades. Por ejemplo, siempre generará descontento construir un AVE hasta A antes que hasta B. Y en paralelo nos encontramos con las empresas a las que se adjudicarían esas obras. Muchos las pretenden, pero no hay para todos. Y entonces, cuando hay mucho dinero por medio, surgen las disputas para ver quién se hace con ellas. Esta es la situación en la que se buscan atajos, y están los “atajantes” y los que se prestan al juego, a cual peor. Y empieza a “volar” el dinero. Y cuando vuela el dinero, parece que es difícil no ser como aquel que decía aquello de “no me ponga dios donde lo ‘haiga’”. Y viene la corrupción. Y, penosamente, el Estado es la fuente. Y yo no sé la solución.
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