Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Zamiatin
DENTRO del arte griego arcaico sobresalen, por derecho propio, los bellísimos relieves del llamado trono Ludovisi, conservado en Roma. El trono albergaría, seguramente, la figura sedente de algún Dios desconocido, pero los tres bajorrelieves de sus laterales y parte posterior son suficientes para admirar la perfección alcanzada por los preclásicos. La imagen más célebre es la del respaldo; su tema alude, probablemente, a un nacimiento de Afrodita asistida por las Horas. Una bellísima mujer desnuda que emerge y extiende sus brazos es recogida por otras dos que tapan su sexo con un paño; su cuerpo sólo es visible desde la cintura hacia arriba. La diosa levanta su cabeza, acentuando así el movimiento de ascensión en su figura.El maestro Antonio López acaba de colocar otra escultura monumental en un espacio público, la llamada "mujer de Coslada", parida en poco menos de un año y colocada en su ubicación definitiva hace muy pocos días, para deslumbramiento de ciudadanos y amantes de la obra del manchego, autor imprescindible del realismo contemporáneo. Está fundida en bronce, mide unos seis metros de altura y acusa una escala monumental, en una clara intención mítica que la emparenta con los colosos egipcios y los del período clásico. Su mujer -como la diosa del trono Ludovisi- es una figura joven, desnuda y bellamente proporcionada, cortada también por la cintura, un poco más abajo del ombligo, y mirando hacia un horizonte, con la barbilla en alto, que muestra el nacimiento del Sol. El propio artista ha insistido en esta explicación solar -tan propia de las mitologías antiguas- que muestra a la criatura, después de su nacimiento, asombrada ante el mundo, universo grandioso e inexplicable, y bañada por los beatíficos rayos del astro-dios. Su postura hierática, con los brazos caídos, y su severa frontalidad, le otorgan una solemnidad intemporal y fascinante. La cabeza, bellísima, evoca las mejores realizaciones egipcias del período de Tell el Amarna, incluida la típica macrocefalia, trasmutada aquí en una bolsa o redecilla que recoge el volumen del pelo, integrado en la forma general del cráneo en una admirable síntesis contemporánea dentro de la evidente cita arcaica. Desde la experiencia con las cabezas de sus nietos en la estación de Atocha, Antonio ha descubierto las bondades de la escala monumental para la escultura pública. Siempre defendió el tamaño algo inferior del natural como propio del arte europeo tradicional, tanto en pintura como en escultura, pero esta nueva faceta -apasionante canto de cisne para un artista que parecía haber dado ya lo mejor de sí- le permite un guiño al gran arte del pasado y le convierte en un clásico fuera del tiempo.
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