La cuarta pared

El planeta de los simios

Volar nos hizo gigantes, pero al mismo tiempo nos hizo conscientes de lo minúsculos que somos como especie

Tan cerca y a la vez tan lejos. Y es que tendemos a pensar que somos especiales. Que hemos llegado a lo más alto. Que somos el resultado del proceso de una evolución que se ha completado con el ser humano en su máxima expresión de perfección. Y a poco que nos descuidemos, a la vista de la deriva que está tomando la cultura occidental, a lo mejor estamos en lo cierto.

Creo que esta sensación, en mayor o menor medida la habrán tenido los seres humanos en distintas épocas a lo largo de los milenios en los que nos consta que llevamos habitando este planeta. Imagino a los egipcios o a los mayas contemplando con orgullo sus descomunales pirámides, a los Romanos trazando con orden las infraestructuras de su imperio sintiendo que su poder les permitía domesticar el mundo, o a los arquitectos de la Escuela de Chicago que a finales del XIX redefinieron la arquitectura con la aplicación de novedosos materiales y técnicas industriales haciendo crecer las ciudades en altura aligerando los edificios. Me avergüenza reconocer, que siento un infantil orgullo de especie cuando miro por la ventanilla del avión en plena noche al sobrevolar una gran ciudad y puedo ver la magnitud y la escala de la transformación del medio físico que hemos llevado a cabo. Grandes infraestructuras recorren el territorio conectando núcleos y aglomeraciones urbanas en un aparente desorden orgánico.

Creo que en el momento en el que el hombre consiguió volar y dominar los cielos, se produjo un punto de inflexión en la concepción del mundo y del lugar que ocupamos en él. Volar nos hizo gigantes, pues redujo el tamaño del mundo que en otros tiempos requería de meses y años para poder recorrerlo a solo unas pocas horas. Pero al mismo tiempo nos hizo conscientes de lo inmensamente minúsculos y frágiles que como especie somos en el fondo. La famosa instantánea de la tierra tomada a bordo del Apolo 8 en 1968 por el astronauta Bill Anders desde la órbita de la Luna es la mayor expresión de este crítico pensamiento. Nunca nadie había estado tan lejos de casa… Tan cerca y a la vez tan lejos.

Y aun así, con todos nuestros avances seguimos necesitando de un techo bajo el que cobijarnos, de escaleras para subir y bajar, y de un hogar o fuente de calor en torno al que reunirnos. No somos tan diferentes de los primeros seres que con un orgullo diferenciador a buen seguro que admiraron sus cabañas de barro y paja, y que les permitieron cimentar las bases de lo que hoy somos y algún día, seremos.

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