Imagina poder trabajar en pijama, desde tu sofá y con la tele de fondo. Con los rulos puestos, si tienes pelo para ello. O, mejor, cógete el coche y vete a la playa, te das internet con el móvil, que seguro que tienes una tarifa plana de las buenas (si no la tienes, apriétale un poco a tu compañía, que se la sacas), y que el portátil vaya bien de batería. Y puedes montarte la oficina con los pies metidos en remojo y escuchando el rumor de las olas. ¡Eso son calidades!, que diría Pepe Céspedes. Cuando el teletrabajo era una rareza a la que aspirar para poder parecernos a los yuppies (¿recuerdan aquella palabra que tan viejuna parece ahora?) nos lo pintaban tan de color de rosa que se diría un lujo inalcanzable para los pobres mortales de 'a pie'. Pero aquello tenía trampa y, en efecto, estaba más sobrevalorado que Álvaro Morata. Cuando no nos queda más remedio a muchos (muchísimos) que quedarnos en casa y administrarnos la conciliación entre cuatro paredes, echamos de menos el atasco para llegar al trabajo, el café y el cigarro con los compis y hasta las bronces del jefe cara a cara. Si es que no estamos a gusto con nada.

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