
Abierto de Noche
Francisco Sánchez Collantes
Vecce Vinci
Hay arquitecturas que piden ser admiradas, otras exigen ser entendidas. Y luego está el brutalismo, que se impone con la misma imperturbabilidad con la que un monolito desafía la erosión del tiempo. Su hormigón desnudo, sus volúmenes rotundos y su rechazo a lo ornamental no buscan la complacencia del espectador, sino la reverencia. Y como todo aquello que desafía lo convencional, ha dado lugar a un culto. Un culto que, entre la ironía y la devoción, ha encontrado su divinidad en el hormigón: el movimiento ‘Satán es mi señor’.
Lo que comenzó como una broma en foros y redes sociales terminó por convertirse en un emblema de resistencia estética. Sus seguidores, autodenominados adoradores del brutalismo, proclaman la magnificencia de estructuras que para muchos no son más que vestigios de una era hostil. Ven en los ministerios soviéticos, en las bibliotecas monolíticas y en las torres de viviendas de posguerra la manifestación de una arquitectura pura, incorruptible. Si la mayoría de la gente ve en estos edificios la frialdad de un régimen o el peso de la burocracia, ellos ven templos de hormigón donde la función y la forma no se doblegan ante la moda ni la complacencia.
La estética brutalista, tantas veces tildada de inhumana, es para este movimiento una forma de honestidad radical. El hormigón no oculta su naturaleza, no necesita decoraciones ni concesiones. En un mundo obsesionado con lo superficial, el brutalismo se yergue como una verdad desnuda. Y si esa verdad incomoda, mejor. De ahí la figura de Satán: no como una entidad maligna, sino como un símbolo de desafío a los cánones establecidos, de ruptura con la arquitectura edulcorada y vacía de significado.
Los apóstoles de este culto se agrupan en comunidades digitales donde comparten imágenes de sus templos: el Barbican en Londres, el edificio Habitat 67 en Montreal o el Santuario de Aranzantzazu en Oñate. No es una admiración ingenua, sino una celebración cargada de ironía. ‘Satán es mi señor’ es tanto una reivindicación como un juego, una parodia que se convierte en dogma cuando se dice con la suficiente convicción. No veneran un diablo, sino la incomprensión que rodea al brutalismo y su eterna lucha contra el mal gusto.
Porque cada año, en algún rincón del mundo, un edificio brutalista cae bajo la piqueta, víctima de una sociedad que no ha sabido mirarlo más allá de su apariencia. Pero donde otros ven ruina, el culto ve martirio. Gloria al maligno ¡SEMS!
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