Tiempos (de entrega) modernos

03 de julio 2025 - 03:09

Hubo un tiempo en el que estudiar arquitectura era casi como pertenecer a una orden religiosa. Diez cursos (lo que se solía tardar), diez mandamientos, un dogma: dibujar bien, sufrir más, dormir poco. Hoy, los años se han reducido, el sufrimiento se ha diversificado, pero la esencia sigue intacta. A los estudiantes se les pide que dominen estructuras, instalaciones, normativa, cálculo… y de paso, que piensen como Le Corbusier, escriban como Álvaro Siza y representen como Pixar. Todo a la vez, y en plazos imposibles.

La enseñanza en arquitectura siempre ha sido un arte de equilibrio inestable. Una mezcla entre técnica y poesía, entre Excel y delirio. Se habla de proyectos, pero también de personas; de muros portantes y de emociones. Porque un arquitecto no solo construye, también interpreta. Es ingeniero de día, filósofo de noche y, si queda tiempo, diseñador de escaleras con alma.

Hace cien años se enseñaba desde el trazo: líneas a lápiz, sombras al carboncillo y un respeto reverencial por la escuadra y el compás. Hoy, el estudiante navega entre renders, software, y videotutoriales. Se ha ganado en herramientas, pero ¿hemos perdido la pausa? ¿el error? ¿el sentido? Antes se corregía un plano; ahora se rectifica una nube de puntos.

Y como si no fuera suficiente, el estudiante de arquitectura arrastra la incomprensión como quien carga con un ladrillo mojado. Para los ingenieros, es un artista confuso con pretensiones. Para los de Bellas Artes, un técnico sin alma. Y para su familia, alguien que “dibuja casas”. Ni una cosa ni la otra. El arquitecto en formación ocupa un limbo incómodo donde todos opinan, pero pocos entienden. Vive entre el desdén de los tecnócratas y la condescendencia de los poetas.

La escuela ya no es un templo, sino un campo de batalla. El profesor a veces oráculo, a veces enemigo. El alumno, un equilibrista entre entregas y existencialismos. Y el proyecto final de carrera, ese rito de paso que debería ser celebración de lo aprendido, acaba pareciendo un exorcismo con planos.

Pero aún hay belleza. A veces, entre las maquetas de cartón pluma y las horas sin dormir, aparece la magia. Un gesto. Una idea. Una línea que no estaba en ninguna norma y que, sin embargo, lo explica todo.

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