Las principales ciudades europeas y españolas han presenciado una fuerza arrolladora clamando por la ayuda a Gaza y contra Israel. Estos cientos de miles de manifestantes muestran una juventud comprometida con ciertos valores. En España, organizaciones juveniles se han hecho visibles en las calles con sus gritos y pancartas. Cabe ahora recordar aquellos años sesenta y setenta del pasado siglo, aquel fervor entusiasta por la democracia fue el espejo del sentir de un país que renacía al amparo de una Constitución. Corresponde a un veterano periodista señalar a estos cientos de miles de jóvenes que ninguno de ellos participó en las conquistas de sus padres y abuelos, artífices del estado de bienestar que disfrutan los jóvenes que claman por Gaza y contra Israel. Sería interesante saber cuántos de ellos leen y reflexionan sobre la actualidad española y son conscientes del deterioro que afecta a sus propias vidas, sus esperanzas de futuro, sus posibilidades de conseguir un puesto de trabajo, menos aún de una vivienda. Cabe imaginar que este escenario de corrupción y deterioro democrático lo conocen todos y cada uno de los cientos de miles de los manifestantes muy motivados en cuestiones de carácter internacional y ausentes en lo relacionado con los problemas acuciantes en este extraño país llamado España. En aquellos apasionantes años hubo cientos de miles de españoles que contribuyeron activamente más allá de manifestaciones y pancartas, afrontando la cárcel o el exilio. Aún está por como contribuyen estos hijos del bienestar, del móvil y las redes sociales . Se percibe cierta abulia para protestar contra el grave deterioro de sus expectativas de bienestar, esto contrasta con la capacidad organizativa, el fervor y la entrega con que buena parte de la juventud española ha abrazado la causa palestina con tal ímpetu que roza la exigencia al gobierno de una declaración de guerra contra Israel. En plazas y avenidas, en facultades y redes sociales, se agitan banderas, se corean consignas, se alzan barricadas, como si la juventud española hubiera descubierto en Gaza su propia trinchera moral. Nada que objetar al entusiasmo por una causa que, siendo remota, interpela sin duda a la conciencia universal. Sin embargo, la “causa de España” parece que importa menos, puede que nada. ¿Dónde están esas pancartas cuando se pisotea impunemente el Estado de Derecho en nuestro propio país? No vemos el clamor juvenil cuando el fiscal general del Estado está imputado por revelación de secretos y destrucción de pruebas. Ni la movilización cuando la democracia se gobierna por decreto, cuando no hay presupuestos aprobados, ni control parlamentario efectivo, ni respeto alguno por los cauces institucionales, cuando el empleo es una quimera, la vivienda una utopía y la sanidad una lista de espera sin fin, cuando miles de jóvenes abandonan España para alcanzar una vida mejor. Parecen resignarse ante su propio e incierto destino. No hay barricadas en las universidades contra la saturación de másteres y titulaciones sin salidas, ni contra la precariedad laboral estructural, ni por las pensiones que jamás cobrarán. No hay sentadas ni acampadas contra el precio imposible del alquiler, ni contra el desmantelamiento de la meritocracia, ni contra un modelo educativo que deambula sin rumbo entre reformas ideológicas. No es posible ignorar el desinterés por cuestiones trascendentes para la propia democracia española, el mutismo frente al deterioro estructural que afecta de forma inmediata a millones de jóvenes. Como si la movilización política fuera aceptable solo cuando se viste de causa identitaria, culturalmente digerible, emocionalmente vibrante, y no cuando reclama enfrentarse a la maquinaria política que les gobierna. España se descompone y el sistema institucional se desliza hacia un cesarismo posmoderno. El presidente del gobierno incapaz de mayorías parlamentarias y cede a los chantajes, sin presupuestos ni escrúpulos, abusa de reales decretos como un monarca ilustrado pero sin ilustración. Y los jóvenes, pese a ser los primeros damnificados, prefieren mirar hacia Oriente Próximo antes que mirarse al espejo. Sería socialmente estimulante alguna muestra de compromiso, valor cívico, dignidad democrática. La misma con la que se tomaron las calles en tiempos de Franco o durante la Transición, la cuestión de fondo es que ahora se trata de oponerse a políticas que socavan el orden constitucional y el Estado de Derecho. ¿Acaso no es motivo suficiente de protesta el hecho de que España ocupe el puesto 46 en el índice de percepción de la corrupción, al nivel de Ruanda o Botsuana? ¿No merecería una pancarta la sospecha de que el Fiscal General ha destruido pruebas, borrado cuentas y enfrentado al Tribunal Supremo? ¿No es causa de indignación que la sanidad pública pierda calidad y que alquilar un piso sea una empresa imposible y frustrante? Conviene recordar que la democracia es un sistema frágil que se mantiene o se corrompe según el compromiso de sus ciudadanos. Cuando las libertades se extinguen, no lo hacen con ruido de tanques sino con el silencio cómodo de los indiferentes.