Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Memorias de un niño de derechas
LA tragedia de la Guerra Civil atrasó el país más de cincuenta años. Por eso pudimos ver los niños de los cincuenta y sesenta el espectáculo callejero de los carros de mulas o burros, imagen antigua, propia de otra época, que alcanzó a formar parte del imaginario cultural de quienes jugamos en las calles sin asfaltar de aquellas décadas.
En el Barrio Alto solo el Camino Real estaba adoquinado, y los carros pasaban produciendo lo que Max Aub describía como "ruido bamboleante, llanta contra cantos". En la cuesta de la Bodeguilla San José, en Sor Policarpa, que estaba también adoquinada, el estrépito de las llantas de acero y de los cascos contra las piedras del pavimento era una fiesta: suspendíamos el juego y a todo correr nos situábamos en las esquinas para presenciar la llegada, con gran estrépito en la paz de la tarde primaveral, de aquellos carros gigantescos, con sus ruedas de casi dos metros de diámetro, camino de su cuadra guiados por los carreros.
CARREROS DEL BARRIO ALTO
Siento no recordar ya sus nombres. Venían de pie dentro del cubículo de carga, las riendas sujetas con una mano, intercaladas las correas entre los dedos de forma que guiaban y corregían a cada mula con apenas un leve gesto. Uno llevaba la tralla colgada al cuello, la boina atrasada sobre la coronilla y tenía el pelo rubio y aún abundante. Traía siempre un ojo guiñado por el humo de la eterna colilla que sujetaba entre los dientes y cantaba alegre, al son de un par de campanillas que colgaban del cabezal del macho delantero. El otro, más joven y serio, la visera de la gorra campera sobre los ojos, guiaba sentado sobre las "varas limoneras", el látigo en alto, aunque solo para restallarlo en el aire en sonoros trallazos que a los niños nos dejaban estupefactos.
Llegados a su portón, los dos carreros comenzaban la labor de desenganche. Las mulas se veían nerviosas por la cercanía del descanso, la cebada y el agua. Los hombres, alegres por la inmediatez del aseo y la visita de casi todas las tardes, una vez puestos de limpio, al "Bar de Pascual", en el Camino Real. E iban metiendo los mulos, ya liberados de sus atalajes, uno a uno en la cuadra, el corro de niños a su alrededor, los vecinos en sus puertas liando con lentitud un cigarrillo que llamaban chuscamente "caldo gallina", las vecinas secándose las manos en el delantal. Y acomodados los carros a ambos lados del portón, les plegaban los "tentemozos" -palos en que los apoyaban mientras desenganchaban los animales- y los basculaban para atrás, colgándose ellos mismos de las varas para hacer contrapeso. Así, los grandes armatostes quedaban con los brazos alzados al cielo, enseñando los ejes y los hierros que gobernaban los frenos. Luego ambos hombres se dejaban caer al unísono, con un elegante salto, al suelo. Los niños los aplaudíamos a rabiar, los hombres sonreían de medio lado con escepticismo, la colilla del caldo gallina humeante entre los dedos amarillentos, y las mujeres disimulaban, obnubiladas por la varonil demostración de aquellos dos avezados aurigas, nuestros héroes.
EL TRANSPORTE
Todos aquellos años el principal medio de transporte fue, como siempre durante siglos y siglos, el carro. La imagen de la hilera de carros cargados con barriles de uva del barco entrando a Almería camino del Puerto es tema fotográfico de primer orden en la historia de la economía de la provincia. Una imagen que pertenece al acervo popular y que bien merecería un monumento en alguna plaza de la ciudad.
Carros había de todos los tamaños. Los más grandes se dedicaban al transporte de materiales de construcción para las obras. La carga de áridos era a pala, y la hacía el mismo carrero con las herramientas que llevaba insertas en los laterales. Conforme subía el nivel se iba cerrando con tablas la popa del cubículo. La descarga, en cambio, se hacía de una vez, basculando hacia atrás el aparato. Por ejemplo, cuando algunos carreros descargaban escombros en el lecho de las ramblas de Amatisteros y de Belén.
PANADEROS, LECHEROS Y BASUREROS
Era familiar la tartana del panadero que repartía su indispensable mercancía por todo el barrio. O el carro de nuestro lechero, pintado de verde, con unas compuertas superiores que protegían las cacharras. El lechero pasaba siempre de noche. Él era el que mataba el conejo o el pollo que mi madre criaba para la cena especial de Nochebuena. A los conejos les daba un golpe seco con el canto de la mano detrás de las orejas. A los pollos, un tirón del pescuezo. Mi madre nunca lo presenciaba, pero nosotros sí, entre curiosos y asustados.
Si alguna noche el lechero se tomaba un vinillo de más, no era raro que el carro, sin guía, se parara en nuestra puerta, las riendas arrastrando, el pobre mulo desconcertado. Otras veces era el hijo el que lo traía:
-Pues, ¿y tu padre? -le preguntaban las mujeres cuando salían con el cazo.
-Ahí va, encima el carro -respondía con la típica elipsis almeriense de la preposición.
El basurero llevaba una "raora", instrumento de hierro con el que raer los fondos de los viejos y sucios cubos que se usaban para la basura. Mientras los vaciaba en su espuerta, el pequeño carro seguía andando con paso testudíneo y ya lo alcanzaba luego él.
¡Ah, aquellos bellos, esforzados, inefables carros! Fueron símbolos de toda una época, no tan lejana… pero afortunadamente superada.
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