Crónicas desde la ciudad

El Cataollas (I): Artesano distinguido

  • Juan Montoya fue uno de los máximos exponentes de oficios manuales que el tiempo y la modernidad han hecho desaparecer del catálogo profesional otrora imprescindible

El Cataollas (I): Artesano distinguido

El Cataollas (I): Artesano distinguido / Antonio Moreno

Mi amigo José Ángel Pérez suele subir en ocasiones a su muro en Facebook (Almería, mis felices años) a convecinos en otros tiempos populares, rescatados de mis trabajos en periódicos u otros soportes. Debo agradecerle que, a diferencia de ciertos individuos que “fusilan” ideas, datos e incluso párrafos completos, el veterano radiofonista (especializado en la critica musical y en la sección de sucesos) sí cita la autoría, como es honestamente preceptivo. Tras el prefacio, vamos al tema que nos ocupará sucesivamente en estas crónicas semanales. Recordarán que el pasado domingo la página estaba dedicada a la ínclita <Niña Dormida>. La bruja agorera formaba parte de una serie editada en la prensa local que (valga la inmodestia) tuvo aceptable éxito. Maquetada por Nacho López-Gay, el entrañable amigo trágicamente fallecido en accidente. 

A modo de galería, hice desfilar blanco sobre negro a una decena de personajes tan diferentes como queridos, peculiares, raros, excéntricos o, sencillamente, distintos al común de los mortales: ni mejores ni peores. Todos tratados, naturalmente, con el debido cariño y respeto. Tal que así fue la relación, ordenada por capítulos, cuyo protagonista central venía orlado por otros de menor entidad o de los que no poseía mayor información. A ellos también daremos merecida cancha de juego; al tiempo que invitamos a los lectores a que enriquezcan con nuevos datos sus perfiles biográficos:

El tío Alegrías, Miguel el Vaca, Niña Dormida, El ciego de la Playa. El tío del Vinagre, Fuegovivo, Cataollas, Luis el de los Perros, Pepe el Habichuela y Abanico de Colores como corolario. Sin más preámbulos, doy voz al Cataollas. 

San Sebastián extramuros 

El tiempo corre que se las pela, es cierto. Pero no tanto como para que sucedidos y paisajes se hayan borrado totalmente de la memoria colectiva. Aunque dado los años transcurridos ya sean inexistentes los testigos presenciales, sí que habrán oído hablar de estos a sus padres o personas mayores. Por tanto, en un ejercicio retrospectivo, les invito a recorrer nuestra ciudad durante los años treinta, en el quinquenio de una II República a la que no dejaron crecer y consolidarse. Para la ocasión iremos de la mano del máximo exponente de un gremio desaparecido, como tantos otros. No sin antes ponderar el acierto de quien total acierto lo apodó Cataollas. Verbo y sustantivo, ambos en desuso pero que definen con precisión un oficio de los antiguamente considerados “esenciales” y hoy día pasaron a la condición de obsoletos. 

Lañador, reparador de loza doméstica… Nadie tan apañao en toda Almería como Cataollas

Diez de la mañana en un caluroso día cualquiera del verano de 1931, plaza de San Sebastián. Buenos días: Juan Montoya, por favor… No, no caigo… Ca-ta-ollas, creo que ese es su mote… Ah, sí, ese soy yo. ¿En qué puedo servirle?... Nada, poquilla cosa: el lebrillo de la matanza que se me ha esportillao y pierde por el culo; que digo yo que si tendrá remedio… Mujer, todo tiene remedio, menos la muerte. Con dos grapas y entangarillándole el fondo, asunto concluido. El problema es que estoy hasta arriba de trabajo: ¿Pá cuando lo quieres? Cuanto antes mejor, aunque hasta mediodía de mañana no cojo la alsina a Tabernas… Prisas, prisas, siempre aceleraos. Venga, dónde te aviso para recogerlo. Paro ahí al lado, en el Hostal Comercio de mi paisano Manuel Martos. 

Coloquios de tamaña enjundia los mantenía a diario Juan Montoya con su fidelizada clientela. A la concurrida “razón social” junto al patio del herrero (en el chaflán con calle Granada donde abre sus puertas el Bar Barea) acudían criadas con cofia y amas de casa de la ciudad y media provincia, a pie o en conche de caballos Su puntualidad y, sobre todo, el excelente acabado de las chapuzas encargadas lo habían encumbrado como el mejor especialista capitalino. Hojalatero, afilador, lañador, amolanchín… a Cataollas no había pieza doméstica u objeto que se le resistiese. Templaba cuchillos de acero, echaba remiendo a las ollas, aplicaba un par de lañas, ajustaba las tijeras… Menos reparaciones eléctricas y motores, a todo le metía mano. ¡Jesús, que locura, repetía como un mantra!; los menos cien coches circulan ya por las calles… Al final esos vehículos de Satanás se cargarán a los carros muleros y a los cocheros de punto, los de toda la vida.

Latoneros y afiladores 

Sus paisanos reconocían a Montoya por el apodo bien ajustado a su realidad profesional. Cuentan que cuando terminaba el encargo pasaba la lengua por la pieza de cocina al objeto de comprobar si el perol de turno rezumaba líquido y estaba herméticamente soldado (la autógena de acetileno no se conocía aun por estos lares). Era puntilloso en extremo y fiel cumplidor. Ríanse ustedes de la industria del acero de Toledo o Albacete. Lo que él arreglaba en la tierra solo Dios podía desarregarlo en el cielo, Llámense facas para el Matadero o barracas del Mercado Central, navajas barberas, leznas de zapatero… Hasta los toreros le encomendaban sus estoques y descabellos. ¡Filigranas como el Cataollas ya no existen! Ahora, si se estropean cazos o sartenes van directamente al contenedor del color correspondiente y el cliente a un bazar de los chinos a reponerlos. Los tiempos adelantan una barbaridad, que repetía el iluso don Hilarión de la zarzuela: cocinas vitrificadas, superficies de Silestone, hornos y microondas han arrinconado a los cacharros tradicionales. Salvo las abuelas y “cocinillas”, hoy ya no hay quien sepa freír una buena sartená de patatas con huevos (mejor tres o en número impar) o poner a la lumbre un perol de acelgas esparragás. 

En tres locales distintos alrededor de la plaza San Sebastián abrió su rentable negocio

Existían otros artistas ejerciendo subvariantes de tan digna profesión, aunque de manera callejera. Por ejemplo los latoneros que pateaban diariamente el empedrado -la mayoría de raza calé- al grito “arreglo paraguas, somieres, anafes de bolas… O bien: “compro cualquier tipo de colchones, de lana o de borra… salir niñas, salir… ¡el latonero! Desconozco porque oculta razón Juan le tenía ojeriza a aquellos afiladores que hacían saltar chispas a la rueda de pedernal… Afilo cuchillos, navajas, tijeras, el afilador… Esos gallegos mangurrinos dando el coñazo todo el santo día con la jodida flauta… Ignoro a cuenta de qué, repito, les tenía tanta “hincha”, máxime teniendo presente lo floreciente de su negocio y el hecho de que no le hacían competencia directa. 

Cataollas asentó sus reales por segunda vez en la plaza de San Sebastián y, seguidamente, en el callejón del Carmelo, de donde partía el víacrucis que por la calle Cruces subía hasta los aledaños de la plaza de toros del Huerto de Jaruga o de las Pencas in augurado en la Feria de 1888. Un cuchitril de reducidas dimensiones, oscuro y sin ventilación para los humos de la pequeña fragua encendida al fondo del cuartucho. El conjunto ofrecía el aspecto de las calderas de Pedro Botero. Si al hollín en suspensión le añadimos la patológica aversión de Cataollas al agua y al jabón, comprenderán la estampa de guarro que lucía. Pero estas y otras circunstancias y amigos las reservamos al domingo siguiente.

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