Lola, espejo oscuro
LOLA era muy mona y cara, muy cara. Una mujer joven y maravillosa, imprevisible como la primavera. De veinticinco abriles cuando nos hallamos en el Madrid autárquico de los años cuarenta, en el momento más esplendoroso de su quehacer profesional. Leí "Lola, espejo oscuro" en un formato de bolsillo (Libros Reno, 1966) nada más concluir el Servicio Militar en el Rgtmo. Nápoles nº 24 del capitalino cuartel de La Misericordia (¿vendrá mi querencia por La Almedina de aquellas idas y venidas?). Corriendo los tiempos que corrían, la novela, por extraño que resultara, no sufrió la censura de imprenta. Ni ésta ni la primera edición de 1950. Pero más inexplicable aún es que la película de igual título (dirigida por Fernando Merino e interpretada por Enma Penella) pasase el filtro de los cancerberos (falangistas y curas) de la moral asfixiante. Tres "goles" encajados por el régimen franquista y el encumbramiento del vallisoletano Darío Fernández Flores; quien exprimiría el éxito con distintos remakes ambientados en el Madrid de posguerra.
Lola, puta de altos vuelos, se estableció por libre después de asistir como pupila a una casa frecuentada por la créme de aquella sociedad degradada e hipócrita, de bienpensantes adictos, clérigos y militares de tapadillo; estraperlistas, galanes achulados, alcaldes de pueblo y mendigos del sexo de pago. Un antro lujoso en un paisaje miserable. Su inigualable belleza le permitió en todo momento filtrar la clientela, adinerada por supuesto, a la que esquilmó con carantoñas, mimos y escenas de celos. Pero lo que no he dicho todavía es que Lola era almeriense y a sus orígenes volvía regularmente.
El 23 de marzo de 1921 unas manos desnaturalizadas dejaron al bebé en el torno del Hospicio anejo al hospital de realengo regido ya por Diputación Provincial. Una criatura más a nutrir la estadística de la Casa-cuna que siglos atrás fundase el obispo Mandiáa y Parga. Pese al anonimato, los progenitores (o uno de los dos) debían ser persona principal ya que además del ajuar bordado con las iniciales M.V., a la madre superiora de San Vicente de Paúl le hicieron llegar diez mil duros de la época, una auténtica fortuna, a ingresar en una cartilla del Monte de Piedad y entregárselos a su salida del establecimiento, una vez deducidos los gastos ocasionados que estimase la comunidad. En la dote se incluía un medallón en oro con la efigie de la Macarena ¿por qué no la Virgen del Mar? Ahí creció y aprendió de las monjas a coser, zurcir y bordar para la calle. Contemplando por el ventanal de la sala de costura el mecer de "cuatro palmeras con talle de gitanas camineras en una tierra que no cría apenas agua"; saliendo a pasear con las otras niñas los domingos por el Puerto antes del almuerzo de judías con bacalao y muchos rezos. Hasta los trece años, en que fue dada en adopción a un guardia civil jubilado y a su esposa. Pero la casa de la calle Real se convirtió en jaula dorada para la ratita que quería ver mundo. Y se fugó con un saltimbanqui ambulante, aunque prontamente la policía la devolvió a Almería dada su minoría de edad. El segundo intento, ya convertida en un pimpollo refulgente, la llevó definitivamente a la capital matritense. Lo que sigue es la ya adelantada carrera de pilingui postinera. Sin embargo, raro era el otoño que no regresaba a pasar unos días con los asilados en el Hospital y a entregarles a las hermanas los beneficios de un rentable rebaño de cabras que cuidaba un pastor en Mojácar.
Tras el epílogo con moralina se hace la luz. He indagado en archivos y, aunque no pueda extenderme al tratarse de información sensible y protegida, debo afirmar que las pretendidas páginas autobiográficas de las que se nutrió el autor eran pura ficción. Lola espejo oscuro o Mª Dolores Vélez (que así fue bautizada) no existió en la vida real. Se trataba de un oportunista ejercicio literario.
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