La huerta de Don Leopoldo
Paraíso perdido. Los niños solíamos tirarles piedras a las palmeras para que cayeran los dátiles. A veces nos ladraban los perros del tal Don Leopoldo, pero nunca tuvimos ningún problema
EL gran paraíso perdido que es la infancia se compone de muchos otros pequeños paraísos, también perdidos. Uno de ellos ha sido siempre para mí la Huerta de D. Leopoldo, toda una referencia para los niños del Barrio Alto en los años 50 y 60.
Estaba en el Camino de los Depósitos, frente a la gran tubería de cemento que desde Alhadra, y pasando por el Cortijo Romero y las Minas de Gádor, cruzaba la Carretera de Ronda y bajaba por la actual Avenida Santa Isabel, entre Las Casitas de Papel y el barrio de Los Pinares. El portón de la Huerta, siempre abierto, daba a un amplio camino elevado entre dos espléndidos bancales y flanqueado de altas, frondosas, recias palmeras datileras. Algunas tardes de verano íbamos allí de paseo mis hermanos y yo con mi madre. Y aquella vez que vino también mi padre me llevé mi triciclo y nos hizo fotos, las que acompañan este texto, año 1954 o 1955.
Los niños solíamos tirarles piedras a las palmeras para que cayeran los dátiles. A veces nos ladraban los perros del tal D. Leopoldo, pero nunca tuvimos ningún problema con ellos. Había que vernos a la vuelta, sucios, rotos y churretosos, las manos y la boca enfangadas en el rezumo de los dátiles robados, los bolsillos llenos del preciado botín, y arrastrando cada uno dos o tres palmas para hacernos con ellas espadas y lanzas. En la Plaza Palmera -coincidencia de nombre-, nos sentábamos bajo uno de los tres ficus, o en "los poyetes de las modistas", junto a la cochera, a darnos una "panzá" de dátiles, aunque nos dejaran la lengua "zapatúa". Luego pelábamos las palmas y nos hacíamos con ellas espadas y puñales. Eran ideales para eso, fáciles de limpiar y cortar, en un largo proceso de fabricación sin más herramientas que el hacha y el martillo que yo traía de mi casa. Casi siempre se nos hacía de noche y terminábamos dejándolo para la tarde siguiente, pues las bombillitas que alumbraban tímidamente en las esquinas no daban para hacer un trabajo bueno de armería, digno de tamaños aventureros. Recuerdo vivamente cómo era un golpe de una de aquellas espadas de palma. Producía una vibración fortísima, un cimbreo seco que se transmitía a los dedos, a la muñeca y al codo, y agarrotaba todo el brazo. Era un golpe peor que el de las espadas de madera o caña, inaguantable: perdías la batalla.
D. Leopoldo era muy alto, seco y viejo. Vestía traje de pana y chaleco. Bajo el perenne sombrero plano el pelo era blanco y escaso, la nariz prominente, el bigote canoso. Siempre llevaba en la boca una cachimba. En el chaleco, del ojal al bolsillo, relucía una gruesa leontina dorada que seguramente sujetaría un lujoso reloj. Todos los días, a la mismísima y matemática hora, pasaba por el Camino de los Depósitos agarrado a sus propias solapas, los pasos renqueantes en un puro arrastre de pies, hacia su cortijo en la Huerta. Sus dos perros, bracos o perdigueros de Burgos, estaban adiestrados para llevarle en la boca sendas cestitas de mimbre que contenían la compra de cada día. Iban muy ufanos haciendo este trabajo, la cabeza alta, el paso alegre, atentos siempre a su amo.
La casa señorial de la Huerta de D. Leopoldo tenía planta de cruz griega. Una artística reja de forja plantada delante de su puerta y cuajada de macetas con geranios la hurtaba de la vista desde el Camino de los Depósitos, del que quedaba como a cuarenta metros. En esta casa principal vivía, no D. Leopoldo, que era solo el aparcero de la Huerta, sino el médico D. Antonio López Carretero (colegiado en 1942 y muerto en 1969, informa el Dr. García Ramos en su blog). Fui amigo de su hijo, Antonio. Tenía también una hija, Margarita, creo. Jugábamos al aire libre, a la sombra de los falsos pimenteros y los pinos negros que rodeaban la mansión. Junto a la casa había un jardín de rosales, geranios y unos pocos cipreses jardineros que D. Leopoldo tenía -no por abulia, sino a propósito- muy mal cuidado, casi asilvestrado, lo que le daba un decadente aire romántico. Una tarde nos aventuramos por él, aun en contra de la opinión de mi amigo, que no quería tener problemas con su serio vecino, y descubrimos en el centro del jardín algo maravilloso: un enorme y tenebroso castillo hecho de pellas o pegotes de barro sobre una gruesa peana de piedra y cubierto con una gran tela metálica a modo de cúpula. Era espeluznante. Yo lo imaginé habitado por brujas y, en efecto, cuando me acerqué, dentro empezaron a revolotear, asustados de mi presencia, los que creí murciélagos y resultaron ser solo pájaros.
Por entonces mi padre compró parte de la producción de tomates de la Huerta de D. Leopoldo y mi hermano llamó a sus amigos para ayudar a los braceros en la recogida y carga del género en un Barreiros Azor -año 1961 ya- que entró a la Huerta por el portón que daba a la Calle Horno del Barrio Alto. Yo no podía perderme aquella aventura y me apunté, aunque como "reata" del grupo de "mocicos". Aquellos bancales me parecieron inmensos, aunque ahora, al repasar el episodio, creo que no debían serlo tanto cuando cogió todo, a granel, en un solo camión. Hundidos en la mullida y negra tierra vegetal hasta las rodillas, sucios como heccehomos, y mientras cogíamos aquellos tomates aún verdes, si localizábamos alguno maduro nos lo comíamos sin contemplaciones: tenían un sabor especial, era un placer distinto el comerlos con las manos sobre el bancal mismo. También aprendí cuánto pesa la tierra. Mi padre me envió a por un poco para las macetas de mi madre y yo, sin hacer caso al prudente encargado, eché en el saco un par de legonadas de más: casi no llego a mi casa.
La Huerta de D. Leopoldo se fue reduciendo en los años 60 conforme crecía el barrio de Los Pinares. Hoy ya no existe. En su lugar hay calles, edificios, casas. El viejo camino de las palmeras es la Calle Matronas y, el de los Depósitos, la Avenida Santa Isabel. Es uno de los paraísos que perdí cuando, con 18 años, me fui del Barrio Alto.
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