Azorín y el nuevo periodismo
Firmar en la contraportada, sin barroquismos simulados, es un reto que solo pueden vencer los que imprimen su nombre junto al de Fígaro y José Martínez Ruiz
Un escritor para la historia esculpió la polifonía de un estilo en las páginas de un diario para perpetuar en el óleo sobre lienzo de la sintaxis las metáforas, que, alguna vez, soñamos escribir, entre Góngora y Quevedo, con la misteriosa sinfonía del tiempo metafísico.
Escribir en un periódico con el halo de la literatura, hasta superarla en su originalidad proustiana, es el recuerdo de una partitura que siempre vuelve en sí misma con José Martínez Ruiz y su Underwood. Hacer realidad aquellos sintagmas de Arthur Miller, «un periódico es una nación hablándose a sí misma», es un prólogo que nos sorprende como un diálogo renacentista. Caligrafiar en la huella de los instantes el enunciado que Bend Bradley eternizó, «el fundamento del periodismo es buscar la verdad y contarla», es el prefacio que nunca se entrega al olvido. El nombre del hijo predilecto de Monóvar permanece, así, como un cuadro de Rubens o como aquellos libros encuadernados con pasión bibliófila en los muelles del Sena. Hay enunciados por los que hay que brindar con un brandy y un cigarrillo en la mano, como Humphrey Bogart. Uno de estos, tan enramado como un hexámetro, es azoriniano: «La literatura está en el adjetivo». Leer a José Augusto Trinidad constituye una introspección estilística que nos aproxima a los momentos que hacemos nuestros mientras contemplamos Las meninas como un retrato, que nos inspira una rima en su arcano misterio.
¿Quién cuestiona, entonces, que la pluma de José Martínez Ruiz es tan literaria como la de Tolstói, Orwell o Truman Capote, al convertir el idioma en soneto? La prosa de Azorín es aquella que converge cuando la columna versifica el silogismo de la evidencia para caligrafiar la aseveración incólume de Philip Graham: «El periódico es el primer borrador de la historia».
Percibo, como si fuera el cine de Welles, Hitchcock o Ford, La ruta de don Quijote (1905); resultado de las quince crónicas que publicó en El Imparcial, con motivo del III centenario de la aparición de la primera parte de la áurea novela. Vargas Llosa caligrafió el argumento sobre este primor bibliográfico: «Aunque hubiera sido el único que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua».
La admirable fraseología que descifra en su inefable saber la recta música de los vocablos se hace plenitud en aquella librería antigua con las letras sempiternas del pergamino, que hallamos, al fin, poetizando los ojos verdes de Mureen O´Hara y la belleza helénica de Sara Montiel. «¿No es esta la patria del gran ensoñador don Alonso Quijano?».
. Cervantista y cervantino, en aquellos lugares que nadie olvida: Argamasilla de Alba, Puerto Lápice, Ruidera, la cueva de Montesinos, Campo de Criptana, El Toboso y Alcázar de San Juan.
Con párrafos menudos, detallistas, precisos, geométricos. Finos, artísticos, sensitivos. Soñados entre el carpen diem y el ubi sunt. Con permiso de los cervantistas (1948), ese otro tesoro filológico, tan legible como el amanecer que nos antecede. La historia de la literatura centellea en el distinguido hijo de Monóvar como la sensibilidad de Tiziano en el Prado, mas también, el periodismo. Sus artículos son pintura neorrealista, página antológica palmariamente cierta. Siendo personaje y narrador como Tom Wolfe, cuando sucede la diégesis en «el río interminable que pasa y queda». El estilo es, de este modo, el aura que transforma la literatura en el escenario del séptimo arte con el enigma de Marilyn Monroe.
Sus primeros pasos los dio en La Educación Católica de Petrer, El Defensor de Yecla, El Eco de Monóvar, El Mercantil Valenciano y El Pueblo de Vicente Blasco Ibáñez. Su talento estilístico, definido como azoriniano, es ensalzado y laureado. Sus artículos en El País, El Progreso de Alejandro Lerroux, El Imparcial, ABC, Ahora y La Vanguardia son un homenaje permanente al idioma. José Martínez Ruiz es un precursor del nuevo periodismo de Wolfe y Talese; o sea, del concepto que considera que la no ficción no tiene por qué ser inferior a la ficción, sino que, antes bien, puede superarla, si cabe.
Pero, aparte de los medios citados, hay que hacer una mención especial a sus colaboraciones en un periódico de tanto prestigio como La Prensa de Buenos Aires, donde, en un período de treinta y cinco años, entre 1916 y 1951, dejó su firma en más de mil artículos, en los que reflejó con pincel picassiano la literatura y la cultura española.
El libro Cien artículos de Azorín en La Prensa, publicado en 2013, por Verónica Zumárraga, conforma un brillante epítome de su obra periodística. Otra referencia imprescindible es De Azorín a Umbral: un siglo de periodismo literario español (2009) de José Bernardo San Juan, Ana Cuquerella Jiménez-Díaz, Javier Gutiérrez Palacio, Montserrat Mera Fernández, Daniel Vela Valldecabres. José Martínez Ruiz, como después Umbral, avizoró que el periodismo nace, aun sin periódicos, en Quevedo.
Una percepción tan cerca del género que resplandece en la odisea de los siglos como un endecasílabo que pregunta hasta encontrar la respuesta. Nadie conoció como Larra, Umbral y el Maestro alicantino los secretos de modalidad tan dilecta. Por ello mismo, en la memoria de los días perduran sus nombres como ese ayer, infinito, que se asemeja a una presea. Porque joya preciosa es el artículo en el anaquel donde se expone la opinión.Una interrogación planea como una duda cartesiana, otra vez: ¿Qué es escribir? La respuesta la encontramos en el prodigioso monovero: las palabras y los sintagmas embellecidos por la exactitud de Flaubert. El párrafo compuesto con perfección stendhaliana.
El adjetivo, como un pliego cosido con hilos de oro y plata. ¿Ha sido valorado el escritor alicantino como corresponde? Hoy, más que nunca, permanece la música mozartiana de sus textos, con ese olor a caligrafía y a tinta en los laberintos tan figurados del símil: «Habrá reparado usted en que el sombrero de Gary Cooper es una herencia del sombrero extremeño». ¿Es Azorín uno de los mejores escritores en periódicos? Sin duda alguna. Sobre todo, en lo que concierne a la elegancia para elevar la naturalidad galdosiana a la dialéctica de la más preclara antología.
Escribir es siempre un ejercicio intelectual y una forma excelsa de estampar las emociones, que deletrean las confesio
nes de un pequeño filósofo. Comenzando por las cosas sencillas, que, al fin y al cabo, son las más grandes y emotivas. Azorín descubrió, precozmente, las digresiones del periodista y la excelencia del artículo. Ello explica con transparencia el punto de partida en los periódicos locales hasta llegar a los periódicos nacionales y La Prensa de Buenos Aires, en el sentido homenaje a la lengua garcilasiana en la otra verdad del Atlántico. La literatura y el periodismo no pueden ir por caminos antagónicos, ya que son un proemio y un colofón que se congregan.
Por eso, en unos momentos en los que el idioma se resiente y vulgariza, a causa del uso ignaro de la ortografía, la sintaxis y el léxico, leer a nuestro escritor es la mejor manera de rescatar la construcción benotiana del lenguaje, donde caben todas las palabras, con tal de ajustarse a la inexorable inspiración de una maravilla velazqueña.
Azorín fue un hermeneuta, por la musicalidad beethoveniana que la expresión y el contenido reflejan en los fragmentos. Desde Larra hasta nuestros días, el paso del tiempo ha sido una cinta cinematográfica de aquella tipografía con la marca del impresor. Firmar en la contraportada, sin barroquismos simulados, es un reto que solo pueden vencer los que imprimen su nombre junto al de Fígaro y José Martínez Ruiz. Porque la columna es un debate con Miguel Ángel y con Rembrandt. Con Cervantes y con Quevedo. Con Velázquez y con el Greco. Con Montaigne y La Bruyere. Con Valdés Leal y con Gracián. Con Hegel y con Ortega y Gasset. Con Agatha Cristie y con Dorothy Parker. Con Grace Kelly y con Gary Cooper. Con Poe y con Bukowski. Con Scott Fitzgerald y con Jane Austen. Con Hemingway y con Paul Auster. El periódico es, así, cultura y biblioteca que, luminosa, emerge. Como los artículos de Azorín: los cuales rememoran la boina de Pío Baroja en los atardeceres de la Cuesta de Moyano con su virgínea amarillez.
¿Qué ha cambiado en el periodismo? «Una literatura, hija de la experiencia y de la historia, y faro, por tanto, del porvenir; estudiosa, analizadora, filosófica; pensándolo todo, diciéndolo todo», escribió Larra en el volumen antiguo, en el que encuadernamos las cuartillas definitivas del abstracto ajedrez del pensamiento. En primer lugar, por ser periodistas, que buscamos el cendal de la claridad. Como el monovero universal. Clásico y vanguardista. El periódico y los libros. Seiscientas películas y Rebecca de Hitchcock. Monóvar y Yecla. Madrid y París. El tecleo y el golpe de rodillo de la vieja Monarch Visible, n.º 3. Azorín, el maestro de la palabra justa. Lo mismo que Stendhal y Maupassant. O Wolfe y Talese. En el papel impreso con la letra de Ibarra. «Con un libro en el bolsillo izquierdo, para leer, y un cuaderno en blanco en el derecho, para escribir».
Manuel Peñalver
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