Caperucita y el lobo nazi
Drama, Argentina, 2013, 90 min. Dirección y guión: Lucía Puenzo. Fotografía: Nicolás Puenzo. Música: Andrés Goldstein, Daniel Tarrab. Intérpretes: Àlex Brendemühl, Natalia Oreiro, Diego Peretti, Elena Roger, Florencia Bado. Cine: Avenida.
Josef Mengele es uno de los muchos nombres que tiene el mal puro, el mal por el mal, con total desprecio por las vidas o los sufrimientos de los otros. Un mal que tiene una nacionalidad, Alemania, dos apellidos -el nazismo y la ciencia médica especializada en la genética y la eugenesia- y un teatro de operaciones, Auschwitz, lugar en el que realizó atroces -y la palabra atroz no da la medida de sus actos- experimentos con los prisioneros. Detenido por los aliados tras la derrota alemana, Mengele fue liberado al desconocerse su identidad. Huido a Argentina, vivió allí cómodamente sin tan siquiera cambiar de nombre. Localizado por Simón Wiesenthal, el admirable e incansable cazador de nazis, fue protegido por las autoridades argentinas y huyó a Paraguay acogido por el dictador Stroessner. Tras la captura de Eichmann por el Mossad, Mengele vivió con mayor cautela, huyó al Brasil donde murió en 1979 sin que ni Wiesenthal ni el Mossad pudieran dar con él.
Lucía Puenzo, gran escritora y cineasta argentina, ha tenido la gran idea de utilizar una estancia de Mengele en la Patagonia en 1960 para trazar un retrato humanizado del monstro servido por una grandiosa interpretación de Àlex Brandemühl. Nada peor ni más justo puede hacerse con un monstruo que humanizarlo. Porque lo más horrendo de su monstruosidad consiste, precisamente, en su humanidad. Es uno de nosotros. No es un alienígena, ni un demente, ni un vampiro. Es un ser humano que ha cruzado todas las barreras que definen lo humano. Lo mismo que hizo Bruno Ganz con Hitler en El hundimiento. La caricatura o la exageración rebajan la humana monstruosidad del sujeto. Representarlo en su humanidad multiplica su inhumana monstruosidad. La gélida y magistral interpretación de Brandemühl, en el polo opuesto del controlado descontrol de Ganz, hiela la sangre. La primera mirada gélida agravada por una apenas esbozada sonrisa que dirige a la niña coprotagonista, justo en el inicio del filme, hace sentir ya que esos fueron los ojos que seleccionaron a quienes debían morir o vivir a ser sacados de los trenes que llegaban a Auschwitz, que vieron agonizar y retorcerse de dolor a las víctimas -muchas de ellas niños- con las que experimentó.
La película trata de su relación con una familia que ignora quién es, y muy especialmente con la hija pequeña que tiene problemas de crecimiento -a la que el monstruo fascina como Frankenstein a Ana Torrent en la inolvidable escena de El espíritu de la colmena- y con su madre, embarazada de mellizos. Ambas cuestiones, los problemas óseos de crecimiento y los embarazos múltiples, siempre interesaron a Mengele. Ver al monstruo que parece humano (o al hombre degradado en monstruo) en la proximidad de esta familia, babeando como un lobo que ha olido sangre ante sus problemas médicos y ofreciendo su experiencia, convierte la visión de la película en un duro ejercicio que sólo la calculada pulcritud y serenidad de su puesta en imagen hace soportable. Lucía Puenzo demuestra un gran talento en el planteamiento de esta retorcida y desasosegante versión de Caperucita y el nazi feroz. Interesante el paralelo entre el padre, cuidadoso diseñador artesanal de muñecas empeñado en hacer una con un corazón mecánico y el nazi que trató a los seres vivos como si fueran juguetes biológicos. Pese a que con ello se corre el peligro de rozar una forma de realismo mágico. El aditivo de la fotógrafa, los cazadores de nazis y Odessa es un muy buen refuerzo de suspense. Los desolados y fascinantes paisajes de la Patagonia crean un raro clima de fin del mundo, en el sentido geográfico y apocalíptico. Le sobra, eso sí, la música.
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