Haber sobrepasado las dos décadas seguidas en el fútbol profesional solo trae consigo crecimiento. No cabe duda: la estabilidad es sinónimo de bonanza. De aquellos primeros partidos en el Juan Rojas, quizás, remanece la calidez que el apretado municipal imprimía y que hoy se ha recuperado a base de garganta y colorido. Poco más. Y, desde luego, del estreno en el gélido Mediterráneo, allá por 2004, no queda nada. Éramos 4.000 los valientes que nos acercábamos a esa mole azul, desterrados del césped, sin apenas rojiblanco en nuestro armario y sin más animación que acompañar con palmas la melodía de Paquito el chocolatero que interpretaba la desaparecida orquesta situada en preferencia. Hoy todo ha cambiado. Desde el color del estadio hasta la categoría del equipo, pasando por la propiedad del club, el número de abonados, su repertorio de cánticos, su afán por vestir, ya sí, de rojiblanco y, además, su edad media, con una hinchada cada vez más joven y dinámica. Y sí, hay mucho que mejorar, pero también motivos para enorgullecerse.

Sin embargo, a uno muchas veces le da por pensar si el club, a nivel de infraestructuras, ha estado alguna vez a la altura de este crecimiento social o si, simplemente, le ha venido grande. Una tienda oficial semivacía, colas kilométricas para acceder al estadio en cada partido, redes sociales inmóviles que apenas informan con un par de tuits de lo que hacen el malogrado filial o el brillante juvenil y ese acoso y derribo al principal grupo de animación, el que debe tirar del resto de la afición, que se ve atado de pies y manos en su propio estadio pese a que ya apenas se recuerda cuándo fue la última vez que generó algún conflicto en torno al fútbol. La provincia está hoy más volcada que nunca con su equipo, pero la sensación de que el club permanece ajeno a todo sigue merodeando. Un quiero y no puedo que, afortunadamente, no está frenando este almeriensismo exacerbado. Aunque tampoco le hace ningún bien.

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