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Navidad, la fe sin maquillaje
Existe una tentación continua entre los creyentes de hoy. Se trata de confundir la fe con su envoltorio. Hablamos de valores, de bienestar, de inclusión, de experiencias, de emociones, de discursos, de posiciones morales, de pros y contras, de conservadores y de progresistas. Se nos cuelan todas las ideologías y las confundimos con la fe, además las predicamos y sembramos confusión entre quienes nos escuchan. Cuando el adorno ocupa el lugar de lo necesario la fe comienza a ser una decoración y no una buena noticia.
Tal vez tengamos miedo a presentar la fe católica sin ambages, porque no es amable en el sentido superficial del término, porque nadie quiere escuchar la verdad. La fe no es una dormidera para la conciencia, no es un barniz espiritual, una pose que se suma a una vida ya satisfecha. El núcleo de la fe es el hecho de que Dios ha entrado en la historia sin protección. Este acontecimiento nos desinstala a la fuerza, nos obliga a salir de nosotros mismos. En esto consiste la Navidad y también la cruz, la vida entera de Cristo.
La Navidad es una escena incómoda. Dios aparece como un niño desnudo, dependiente, expuesto al frío, al rechazo, a la pobreza, no es un símbolo. Solo hay carne frágil que nos obliga a sacudir nuestras categorías religiosas. Nuestro Dios no explica, solamente se ofrece, vive con nosotros. No se trata de un Dios que resuelve desde arriba, sino un Dios que ha asumido hasta el fondo nuestra fragilidad.
Pero, entonces ¿qué ha pasado con nuestra predicación? ¿por qué perdemos el tiempo hablando de lo contingente? Estructuras, modas pastorales, adaptación del lenguaje… han ocupado el lugar de lo esencial. Es una idolatría de lo que nosotros podemos hacer por Dios, pero no de lo que Dios hace con nosotros. Ofrecemos una fe compatible con todo que más que convertirnos nos ajusta para encajar. Pero si la fe no hiere el orgullo, no confronta el pecado, no nos invita a vivir en plenitud, se ha transformado en un sucedáneo piadoso.
La Navidad y la cruz no son episodios decorativos del calendario litúrgico; son el criterio. Ahí Dios se muestra sin maquillaje. No como idea consoladora, sino como verdad desnuda. Quizá el problema no sea que la fe resulte dura, sino que hemos dejado de anunciarla tal como es. Una fe que no necesita adornos y cuya fuerza está en el contenido. Volver a Cristo, esa es la tarea que no hará la fe más popular, pero sí más fiel. Y, al final, más verdadera.
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