Este sábado a poco de empezar el campeonato ya había un par de técnicos en la picota: Lopetegui, en el Sevilla, y Sergio, en el Cádiz, se jugaban la vida. En el mundo del fútbol, donde todo es una gran exageración, jugarse la vida, como en este caso, es que te echen porque los resultados no acompañan. Lopetegui logró ganar, no sin sufrimiento a pesar de llevar tres goles de ventaja. Alargó su vida en el Sevilla. Si la directiva decide que ya no eres el técnico del equipo, te cesan en el cargo, te pagan un finiquito millonario y te vuelves a casa con las vacas, como diría Setién. En la jerga futbolera eso es jugarse la vida. No hace falta ser un superhéroe, un valiente, ni nada por el estilo. Jugarse la vida es una expresión magnificada. Disputar una eliminatoria complicada, salvarte del descenso, jugar el encuentro que te dé el campeonato, arriesgar la pierna para llegar al corte, es, oh, jugarse la vida.

Pero la expresión deja de tener sentido, cuando en el minuto 36 del segundo tiempo, un señor, aficionado del Cádiz, en el Nuevo Mirandilla, es víctima de un infarto. Entonces la gente comienza a gritar. Los jugadores se dan cuenta, el árbitro del Cerro Grande para el partido y el portero Ledesma lleva el desfibrilador hasta detrás de su portería, para lanzarlo a la grada. El tiempo apremia y lo demás puede esperar. Un hombre del fútbol que estaba en la grada se jugaba la vida en serio. Entonces el fútbol, lo más importante de entre las cosas que no son importantes, es puesto en su sitio. Porque todo el estadio comienza a sufrir a la espera de un desenlace que se deseaba feliz. Cincuenta minutos interminables. En el medio se desvanece un trabajador de la televisión. Solo confusión y caras de preocupación. A nadie importaba a estas alturas el resultado, porque alguien se estaba jugando la vida de verdad. Por suerte no hubo que lamentar la pérdida de una vida. La de un aficionado en un estadio de fútbol que tontea con la muerte, sufre por sus colores, por los que deja la vida.

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