El parqué
Cáidas en Europa
La misma que aquella madrugada de Querétaro, cuando el Buitre aniquiló a los daneses con un póker de dianas, apareciendo en el momento exacto para entrar en el imaginario colectivo de toda una generación. Idéntica a la del día que jugamos conta Yugoslavia en Italia, cuando Salinas nos devolvió la esperanza en el 84', tras haberle perdonado la vida en el primer tiempo a los balcánicos y después de que se hubieran adelantado poco antes. Aquellos minutos antes del golazo de falta de Stojkovic. La del 94', en aquella tarde que le rompí de un golpe la radio a mi tío Pepe, estampándola tan o más fuerte que el codazo de Tasotti, pero mucho menos que la frustración de aquella marranada contra Italia. La que se rompió en la horrible fase de grupos de Francia, con Iván Campo entre los seleccionados y con aquella postrera goleada a Bulgaria, que resultó tan inútil como siempre pensé que era Clemente, un verdadero inútil, caprichoso y odioso. La del 2002, aquel Mundial que viví en mi piso de estudiantes, con mi Enrique y mi Joserra, y aquel Al-Gandhur infausto, aquel atraco matinal y somnoliento, cuando parecíamos estar más cerca que nunca de la gloria. O aquella enorme (enormísima) de Alemania, cuando me vi en Kaiserslautern rodeado de amigos y flotando en una nube, pese a que jugábamos contra Arabia Saudí y ya estábamos clasificados. La de 2010. Vaya con la de 2010. Creo que, aunque se iba viendo que podía ser de verdad, nunca llegué a creérmelo, pero fue, y creo que la disfruté sin ser muy consciente de lo que era aquello. Y la de 2014, que me dio hasta igual aquel gatillazo, como el de 2018, pues todavía duraba la resaca etílica y gloriosa de Sudáfrica. Este domingo empieza el Mundial y la ilusión que tengo es la misma que en todas las citas de las que me acuerdo. En un país de mierda, en una fecha de mierda y todo lo que queramos. Pero mi ilusión es exactamente la misma. Viva el fútbol, carajo.
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