Los aficionados de equipos pequeños, entendiéndose por equipo pequeño uno de esos que estando en la élite jamás aspira a ganar nada, solemos consolarnos alegando que disfrutamos más cualquier victoria cotidiana, por su rareza y el sufrimiento que entraña, que los acomodados y empachados hinchas de un club grande cuando levantan un título. Nos diferenciamos argumentando que casi nunca ganamos porque somos malísimos, en definitiva. Piedras sobre nuestro tejado. Pero nos da igual. Sin embargo, no es del todo cierto eso de que los equipos de la talla S nunca jugamos finales. No son finales de forma literal, de las de campo neutral con un tercio de aficionados de una ciudad, un tercio de otra y otro tercio de enchufados que están más a los negocios que al fútbol. Pero son finales igualmente. El Almería jugará mañana una. Y, sin querer banalizar el término, lo es con todas sus letras. Porque, pese a que cuando acabe aún quedará una jornada, una victoria supone la permanencia y una derrota dejaría el descenso muy cerca. El adversario, para más inri, está en una situación similar, como en cualquier final. Y, como en cualquier final, llevamos días dándole vueltas. Haciendo cábalas. Convenciéndonos por momentos, bravos, pero hundiéndonos en otros, cuando nuestro gen derrotista, el de los equipos chicos, hace mella. Y es un sinvivir. Por eso, solo queda desear que llegue de una vez. Que pase, ya sea para prorrogar un año más la floreada primavera de Primera o para acercarnos al asfixiante secarral de Segunda. Pero que suceda. Que termine y que regrese la tranquilidad. Nos solemos distanciar de los equipos grandes afirmando que no necesitamos jugar finales para vibrar con los nuestros. Pero es mentira. Sí las jugamos. Y lo que realmente las diferencia es que las nuestras son dramáticas. Ellos solo pierden títulos. Nosotros, categorías. Por eso, no me da envidia no jugarlas a menudo. Soy más feliz con mi victoria intrascendente en la jornada catorce.

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