De niño, adolescente y joven vi mucho fútbol modesto. Muchísimo. Lo que primero fue una mera afición transmitida por mi abuelo -con el que iba los domingos al fútbol después de comer, pertrechado con un buen arsenal de mandarinas- y mi hermano -que jugaba en el equipo de mi pueblo-, se convirtió con el paso de los años en una protoprofesión (años de colaboraciones para prensa y radio, sin remuneración pero ni falta que hacía, porque lo que tocaba no era cobrar sino aprender, acumular horas de vuelo) y, por último, en mi modo de vida como profesional de los medios. Y vi muchas cosas desagradables, claro. Violencia verbal y física irracional, salvaje, y todos los calificativos feos que se me pueden ocurrir. De hecho, en aquellos años era algo habitual que 'hubiera pelea' y hasta te terminabas acostumbrando, por deleznable que suene. Es algo inherente al fútbol, llegué a pensar. Pero no. Es algo inherente a la, en muchas ocasiones abominable, condición humana.

Tengo grabada la escena de un línier partiendo el palo de su banderín en la espalda de un sujeto que poco antes le había propinado un puñetazo sin mediar palabra. El trencilla corrió después como pudo a la caseta (una caseta, literal) de vestuarios y le dio tiempo a ponerse al abrigo de los dos guardias civiles que acudieron al entuerto todo lo rápido que pudieron. También me acuerdo del día que vino el Linares y se llevó un ascenso. Aquel día tuvieron que venir como 8 Patrol de la Guardia Civil y pasé miedo real.

Por desgracia, y aunque los tiempos que corren hoy son algo distintos y diría que un poco más civilizados, por doquier se siguen multiplicando los altercados en campos modestos, ya sea en partidos sénior, juveniles o hasta benjamines. Y los gritos racistas. Y los machistas. En general, la nula educación y decoro y una enorme vergüenza ajena imposible de abarcar con los dos brazos.

Todos los ámbitos de la vida, supongo, esconden su cara B y su estercolero particular. El fútbol no es una excepción. Y nunca lo será.

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