Metafóricamente hablando

Ángeles Caídos

El silencio era tan absoluto que podían escuchar su respiración, acompasada con los latidos de su corazón

Habían pasado la noche en vela, tumbados uno junto al otro, dándose la espalda y sin decir palabra. El día anterior sus sueños se rompieron como un jarrón chino, sumiéndolos en la tristeza más desoladora. Él recordaba el orgullo de sus padres cuando se graduó, fue el primero de la familia que pisó la Universidad. Ellos eran agricultores y pusieron todo su empeño en que su único hijo tuviese una vida más fácil, tenía grabada en su memoria sus manos encallecidas, la ternura y la fuerza que le transmitieron, y sus ojos se enrojecieron. Por su parte, ella pensaba en sus hijos, dos pequeños encantadores, para los que los dos arañaban con fuerza el mejor de los destinos. Todo se había truncado, y la zozobra les impedía cerrar los ojos. Sufrían pensando en tantas cosas, que tenían el corazón encogido. El silencio era tan absoluto que podían escuchar su respiración, acompasada con los latidos de su corazón. Hacía días que sentía una señal de peligro, su jefe le había abroncado por cosas nimias, dirigiéndose a él en un tono poco acostumbrado, de modo que cuando le llamó a su despacho y le comunicó su despido, apenas le sorprendió, aunque se le anegaron los ojos de lágrimas. En su rostro aún joven, la preocupación, el insomnio y los músculos contraídos, le daban un aspecto más envejecido. En otro lugar de la misma ciudad, Luis se acababa de despertar después de un sueño reparador, con tan buen humor, que incluso cantó bajo la ducha, a pesar de sus nulas dotes para el canto. Ayer le llamó su buen amigo Pablo, para decirle que pasase por su despacho, tenía un buen puesto para él en su empresa. Apenas unos días antes, habían quedado para comer y le había pedido ayuda. No se encontraba bien en su trabajo, y quería cambiar de empleo. Su amigo, sin ningún empacho, fanfarrón como había sido siempre, le dijo que tenía el mejor para él, solo tenía que esperar unos días. Así fue, antes de que transcurriese la semana, le llamó y habían quedado esta mañana para firmar el contrato. Recién afeitado, con el brillo en su pelo engominado y aire de triunfador, entró en su flamante despacho. Cuando se sentó en el amplio y confortable sillón, vio que alguien se había dejado un marco con una fotografía, se la acercó y vio a una familia con rostro feliz, mirándole directamente a los ojos. Eran una pareja con dos niños de corta edad, posando delante de un mar agitado, que parecía presagiar la tormenta que se avecinaba. Sacó la papelera y sin preguntarse siquiera quienes podían ser, los lanzó dentro de ella con tal fuerza, que se escuchó el sonido del cristal estallar en mil pedazos. En ese momento, Ignacio sintió una punzada en su corazón al recordar que se había dejado sobre la mesa de su despacho la foto que se hizo con su familia el verano anterior.

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