NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Los profesores recuperan el control de las aulas
Ya se sabe, Nietzsche lo pontificó con suma claridad, que todo arte nace de la unión entre lo apolíneo y lo dionisíaco. En "El nacimiento de la tragedia" el gran pensador alemán afirma que "solo como fenómeno estético se justifican la existencia y el mundo por toda la eternidad". Y define lo estético como la eterna dicotomía -o dualidad contrapuesta y complementaria, si se prefiere- entre lo apolíneo y lo dionisíaco. En todo acto creador acontecen la belleza y la vida al unísono. Apolo, hijo de Zeus, era para los antiguos griegos el dios del sol, de la claridad y de la verdad, del arte y de la poesía. Dionisio -el Baco romano-, hijo también de Zeus, era la deidad del vino y de la fauna, del éxtasis colectivo, de la embriaguez y la intoxicación. En sus respectivas representaciones iconográficas se afirman claramente estas diferencias; mientras Apolo luce su perfección y belleza corporal idealizada, Dionisio acusa en sus miembros y facciones la vulgaridad de los placeres vitales, la grosería de un realismo muy humano, más terrenal y concupiscente. Apolo estaría más cerca de la poesía lírica o de la perfección formal de la escultura, mientras que Dionisio sería mejor patrón de la danza y la música, entendidas como trasunto de embriaguez colectiva. Tradicionalmente se ha asociado el arte clásico con la idealización de las formas, con la búsqueda platónica de arquetipos de perfecta armonía, superiores a la realidad sensible. Siempre se nos dijo que las estatuas clásicas eran modelos ideales de belleza, lo que nos llevaría a una preeminencia de lo apolíneo frente a lo dionisíaco como esencia del clasicismo. En este contexto, la gran aportación de lo español al arte europeo habría sido el rechazo a los motivos clásicos, idealizados, a favor de un realismo atroz, sin concesiones, donde por encima de todo palpitaría la vida, con sus miserias e imperfecciones. Velázquez, Ribera, Zurbarán, Goya o el mismísimo Picasso encarnarían esta rudeza tan dionisíaca, tan groseramente humana y real, tan atrevidamente moderna y anticlásica. Pero las cosas no son tan simples. A poco que busquemos, el hálito dionisiaco de la vida está en todas las estatuas clásicas y los propios realistas españoles con frecuencia paren modelos idealizados en sus alumbramientos. Todo, en definitiva, está desde el origen mismo del arte, y en nuestra cultura ese todo abarcador -que engloba también todos los anticlasicismos- se llama arte clásico.
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