Comunicación (Im) pertinente

Francisco García Marcos

Ciencia, ¿qué ciencia?

Está en los medios de comunicación el caso de José Manuel Lorenzo, el científico español oficialmente más prolífico, capaz de fabricar un artículo cada dos días. Por supuesto, toda reticencia es poca al respecto. Un artículo científico digno requiere de bastante más elaboración. Pero, al mismo tiempo, es la escueta constatación de la situación real, del panorama de la investigación en España, sometida a criterios obtusos de productividad, al margen de la calidad intrínseca de lo que se produzca. La actividad de nuestros jóvenes científicos, en sustancia, no se diferencia de una cinta de envasado, de una fábrica de salchichas Fráncfort o de una granja avícola, pongo por caso. Ese el modus operandi que ha terminado por imponerse en España, más allá del color político de los gobernantes que haya habido en cada momento: hay que publicar en las revistas mejor indexadas (para lo que basta pagar), hay que producir mucho y rápido (para lo que no importa la calidad del producto) y hay que ensamblar cadenas productivas (lo que automáticamente implica la semi-esclavitud de los jóvenes en formación). El resultado son trabajos sin sustancia, firmados por una larga lista de autores, que suministran puntos, imprescindibles para su promoción profesional.

Me parece magnífico que los lúgubres entresijos de la investigación salgan de los cenáculos académicos y lleguen al gran público que, en definitiva, es quien financia esas investigaciones a través de sus impuestos. La sociedad también debería saber que ese es el perfil del nuevo profesorado universitario que tanto inquieta a la UE, un auténtico experto en índices de productividad, aunque ello suplante el conocimiento profundo y reposado en las materias que imparten y, en teoría, investigan.

Por supuesto, ello implica una considerable crisis del tejido académico. Si a ese débil perfil del futuro profesorado se suma la propensión a hacer planes de estudio volanderos, el resultado son titulaciones completamente alejadas, por lo general, del ámbito profesional al que supuestamente encaminan al estudiantado.

A pesar de ello, y contra lo que podrían sugerir las apariencias, la salud última de la ciencia no se ha resentido. Lleva tiempo desplazándose con sigilo hacia el sector privado, en cuyas empresas punteras no falta el correspondiente departamento de investigación avanzada. Aquí las reglas del juego resultan ostensiblemente distintas. No se requiere de un prolijo listado de publicaciones que cuelguen en el pecho como las condecoraciones obtenidas en combate. Todo lo contrario. Se exige capacitación máxima para obtener resultados fundados, solventes y efectivos. El pequeño detalle radica en que desalojar la investigación del sector público no deja de ser un alarmante indicio de pérdida, difícilmente reversible, de democracia social.

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