NOTAS AL MARGEN
David Fernández
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España es un país de bares. Somos una seña de identidad de nuestro atractivo nacional como potencia turística, y con ello el verdadero expositor de una cultura, la culinaria, que nos hace distintos. En innumerables crisis económicas este sector, el de la hostelería, sido el refugio de cientos de miles de personas que han emprendido al amparo de un modelo de negocio realmente accesible y en el que, con el paso de los años, la excelencia ha alcanzado tales cotas de desarrollo que nos hemos convertido en un prescriptor mundial en ese campo de lo exclusivo, envidiable, lo reconocible y merecedor de una agradecida respuesta desde la sociedad.
Y todo esto nos gusta. Estamos enormemente agradecidos por ello como colectivo, profesionales y personas que servimos al resto de la sociedad desde una barra, una cocina, una tarraza, la recepción de un hotel… ¿Pero saben una cosa? Pese a todo ello, muy a pesar de ese papel que nos toca jugar y que no hemos pedido, nos enfrentamos diariamente al mayor de los desprecios que se puede dar a una persona, a un colectivo, que es sencillamente la desigualdad de trato.
Se nos exige lo que nadie parece querer cumplir, llegando a unas cotas de intrusismo que rayan derechos fundamentales y constitucionales como la dignidad o la igualdad.
Si un hostelero quiere realizar su más elemental actividad está obligado a cumplir normas estatales, autonómicas y locales. Desde la gestión de producto y su manipulación, a la del espacio en el que desarrollamos nuestra actividad.
Para ser competitivos invertimos ingentes cantidades de dinero en diseño, decoración, reestructuración de espacios para su total accesibilidad, que muy poco a poco conseguimos amortizar. Comprenderán que nos quedamos literalmente a cuadros cuando vemos preciosas imágenes de fastuosas celebraciones en una vivienda del patrimonio histórico de la ciudad, cortijos habilitados para grandes eventos o recintos peculiares (por llamarlos de alguna manera) a los que las inspecciones rutinarias tras los hechos acontecidos en Murcia, no llegan nunca. Espacios singulares, sin duda alguna, y singularmente fuera de toda norma o ley reguladora de esa actividad
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