La tapia con sifón
Antonio Zapata
Pudieron ser estrellas, 4: Espronceda
SIEMPRE he pensado que un Plan General de Ordenación Urbana es pura poesía, apto sólo para los ojos de quiénes lo fabrican. Un PGOU siempre es esquivo y lleno de dobleces, echa caramelos por la boca y se fabrica en el mercadillo de la especulación. Como los poetas, sus redactores, urbanistas y arquitectos, geógrafos y sociólogos dan la impresión de que nos arrebatan la dulzura de la memoria.
Además, como la poesía, los arquitectos tratan de abarcar el espacio sin lograrlo. Se expresan mediante líneas venadas, por trazos titubeantes y uno tiene la impresión de que contempla paisajes lunares o dibujos con lentejas. Un PGOU es como un libro de oraciones. Los concejales que mandan hacer esa cosa piensan que los barrios son un puntito en el mapa nada más. Pero con un puntito se pueden beber tu dolor y la tragedia de multitud de formas de vida; con un puntito te miden tu casa y en su mano le caben las aguas desde El Zapillo al Cabo de Gata.
Ellos creen que la ciudad es un mapa mundi con husos horarios que te dice que mientras en El Alquián amanece en La Chanca comienza una tarde soleada. No lo entiendo, el ayuntamiento y los vecinos no vivimos al unísono: nos aísla una mampara de incomprensiones. Nada hay más sobrecogedor que entender la vida de los barrios a fuerza de líneas de nivel, sinuosas como una serpiente, que delimitan la convivencia de los vecinos en sectores, tan desligada de lo celestial. A mí eso de que una ciudad se resuelva con puntos y curvas de nivel por donde se mueven dedos sospechosos me pone los pelos de punta. Supongo que lo mismo les ocurre a los vecinos de los barrios que están tratando de rescribir su propia historia a fuerza de tiempos. Pero los redactores de este mapa de la ciudad compartimentan los barrios en meridianos y los meridianos, me enseñaron en la escuela, son tiempos que no llegarán a tocarse nunca.
Cuando el mapa está terminado todo es un aparente sincronismo, te organizan tu vida en líneas de división, sin identidad, para que el tiempo siga peregrinando cansinamente por sus calles con bastón y largas barbas polvorientas, y otra vez los vecinos vuelta a rescribir su historia de un tiempo perdido. Donde hubo casitas restauradas con pájaros azules ahora hay bloques gigantes, un estercolero muerto en medio de ese puntito o un jardín inmenso a la entrada de El Puche, desde donde se elevan gemidos de trenes que nunca llegan.
Dicen que una vez aprobado el mapa en la ciudad vuelve a reinar el olvido, sin tiempo ni espacio. Al poco tiempo resulta que el mapa tenía sus fallos. Y entonces toda la geografía del mapa se va a tomar por saco, mientras los vecinos soñarán jodidos los próximos ocho años.
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