Nada más que la verdad

26 de diciembre 2025 - 03:06

El juramento o la promesa de decir la verdad se prestan a la ficción cinematográfica con el atractivo argumento de las pesquisas judiciales y las maneras de los abogados, jueces, testigos y tribunales. También a las fábulas que aleccionan con las moralejas, pues ya Esopo, con la conducta de un pastor mentiroso, indicó los efectos de la mentira: no confiar en quien la utiliza, que quedará desvalido cuando, por auténtica necesidad, diga la verdad. Avisar de los ataques del lobo a las ovejas como mentira, a fin de divertirse de los aldeanos que acudían solícitos, es la razón de que las ovejas sean devoradas cuando, de verdad, el lobo las ataca pero ya prevalece la desconfianza ante el auxilio que reclama el pastor mentiroso. Así, consecuencia mayor de la mentira es la pérdida de confianza en quien la reviste de verdad. Se pregunta a los testigos en un juicio, entonces, si juran o prometen decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. De modo que se garantice, al menos con la presunción de una promesa o juramento, el compromiso del testigo a no mentir -de lo que resulta la verdad-, como asimismo a no callar u omitir detalles y aspectos relevantes -esa es toda la verdad-, y a no incorporar o añadir lo que es producto de opiniones, proviene de especulaciones y rumores, o se trata de consideraciones insustanciales -de manera que no haya más que la verdad-. Y, puesto que el dominio de la falsedad puede hasta con los juramentos, los jueces advierten de los efectos penales que produce el falso testimonio. Otra situación es la de los investigados, que no tienen tal obligación jurídica de decir la verdad, en virtud del derecho constitucional a no declarar contra sí mismos. Cabe, por tanto, que puedan callar e incluso mentir, aunque el derecho a no declarar contra sí mismos no deba interpretarse, precisamente, como un derecho a mentir, si bien esta inconveniente asimilación se extiende. Ni la maquiavélica justificación de los fines por los medios ampara la mentira, por más que se invoquen razones de Estado para faltar a la verdad. Cuestión distinta es la mentira como resultado de la ignorancia, pues esta falsedad deriva de la propia condición del ignorante que, a causa de no saber, da o tiene por verdadero lo que es falso. No se trata, por ello, de un asunto moral o ético, sino, como afirmaban los clásicos, de una verdadera mentira, sin contradicción, en la que nadie quisiera hallarse, salvo que, en vez de a la ignorancia, se deba a que derrumbe la verdad.

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