Pinchazos clandestinos

Con los pinchazos clandestinos acaso no se busque la sumisión, sino provocar alarma y miedo

La administración clandestina de pinchazos, aprovechando el descuido o el baile en discotecas, salas de fiesta u otros lugares de ocio nocturno, está ocupando la actualidad, aunque no como serpiente de verano. Hasta el momento, resultan muy escasas las ocasiones en que el resultado sea provocar una "sumisión química" o robar a las afectadas, ya que son generalmente mujeres las que sufren este ya considerado, en sí mismo, como delito de lesiones. Alguna sintomatología parece asociada a los pinchazos e incluso pudieran provocarse contagios derivados de utilizar la misma aguja en todos los casos. Los expertos señalan, además, una posible escasa duración de los efectos, si es que se producen reacciones. ¿Qué se pretende, entonces, con estas disimuladas lesiones, aguja mediante?

Provocar un estado de alarma, que inhiba la espontaneidad, acreciente la precaución, exacerbe la sospecha o aminore la diversión festiva puede figurar entre los propósitos de los insensatos practicantes -término con el que se denomina a las personas cualificadas, entre otras cosas, para poner inyecciones-. Asimismo, los "retos virales", tan propios de las redes sociales, acaso inciten a quienes obedecen, con "sumisión tecnológica", variopintos propósitos inspirados por perturbados de distinto pelaje. Condicionar o someter la voluntad de los otros, para que se dejen hacer lo que no consienten voluntariamente, forma parte de los comportamientos humanos menos alumbrados por la racionalidad. Y utilizar, a tal efecto, productos químicos y drogas también es de sobra conocido. Sin embargo, en el caso de los pinchazos clandestinos, la sumisión, si acaso, solo es una tentativa. Importa, entonces, ponerse en la cabeza de los practicantes para colegir, aunque sea mediante la incerteza de la imaginación, qué razones los animan a administrar escondidas y ligeras estocadas de aguja a mujeres jóvenes. Tal vez ni siquiera haga falta, para ello, la sumisa e inconsciente rendición de ellas, que permita agresiones sexuales, sino que baste la sensación de poder, derivada de provocar la alarma o el miedo, con la que también se somete porque se condicionan o modifican comportamientos habitualmente normales o espontáneos. La aguja como arma y el practicante como agente poderoso, que es capaz de alterar el estado de las cosas, sin que le haga

falta la sumisión porque él mismo actúa sometido.

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