Realidad y deseos en Primavera

Al llegar a casa, recordó a las mujeres que había amado y a alguna de ellas tuvo la tentación de llamarla

Vestida de rosa y blanco, lo cual resaltaba aún más el moreno de su joven piel, atravesó la calzada con el ánimo veloz de quienes van de prisa por la vida, porque nada les detiene; y aunque con rostro serio, el sol se reflejaba en ella en forma de una sonrisa feliz y desenvuelta. Juan, a punto de celebrar su séptima década, la miró sentado a la sombra de uno de los pocos árboles de aquella plaza que se resistía a perder el centro en favor de otras calles más concurridas. A él, jubilado y sin nada pendiente salvo morirse, le gustaba ir allí, porque le recordaba su niñez, cuando él y sus amigos jugaban al escondite. Se trataba de correr, de perseguirse, de compartir risas y de tocarse tímidamente en aquellos tiempos silenciosos en los que crecían sus deseos, pero se prohibía llevar a cabo la mayoría de ellos. Muchos años después, Juan contemplaba el paso de aquella mujer elegante y reflexionaba borracho de melancolía. Pensó, que el transcurso del tiempo mantiene la capacidad de imaginar, pero reduce a cero las posibilidades de convertir en realidad nuestros sueños. Recordó a Cernuda y su antología La Realidad y el Deseo. Se preguntó si al poeta sevillano escribir de amores le ayudó a tenerlos o sólo a soñarlos. Mientras la muchacha se iba en busca de quién sabe qué, Juan se fijaba en la luz que su caminar dejaba como huella imperceptible para aquellos que sólo respiran, y como cicatriz tatuada en sus ojos para quienes como él, aún vivían. Al llegar a casa, recordó a las mujeres que había amado y a alguna de ellas tuvo la tentación de llamarla, para darle las gracias o para pedirle perdón, que de todo había habido; pero desistió de hacerlo porque le entró el sopor, y se quedó dormido en el mismo sofá en el que un día las abrazó ilusionado prometiendo amores eternos, que duraron lo que duran las emociones egoístas. Porque lo que a él le gustaba, era enamorarse, y de ahí que continuara buscando a su particular Julieta, la única a la que querer más que al amor. Quizás hubiera podido ser la joven de la plaza; era viejo, pero su alma aún vibraba como cuando quiso ser marinero por las islas de la Polinesia. Y eso quizás la atrajera. El resto serían sus lecturas y la labia para contarlas como si fuesen creación propia. Con ello se sentía capaz de conquistar a la más inaccesible de las musas. Y sin embargo estaba solo, porque como cuando Sancho presentó a una falsa Dulcinea al Quijote, el deseo no era otro que apaciguar su locura. Mientras que la realidad estaba ya cubierta de arrugas manchadas, que no se borran por mucho empeño que le pongamos.

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