Luces y razones
Antonio Montero Alcaide
Intemperie
Aantonio Rivero Taravillo le gustaban mucho los antiguos lamentos fúnebres de Irlanda y de Escocia, que él mismo tradujo en una antología de poesía gaélica clásica (por cierto, ¿cómo demonios consiguió aprender un idioma tan enrevesado como el gaélico?). Una vez, Antonio me contó que los cortejos fúnebres de las Tierras Altas de Escocia recorrían las calles con un séquito de arpistas y gaiteros que a veces se ponían a saltar y a tocar las palmas. “Parece andaluz, ¿no crees?, eso de tocar las palmas detrás de un muerto”. Antonio Rivero sabía tantas cosas que le llamábamos Riverotaravillo, todo junto, porque parecía que un simple nombre no podía contener las mil sabidurías que llevaba dentro. Se sabía al dedillo la vida de Luis Cernuda, sobre quien escribió una biografía canónica, y podía pasarse horas hablando de sus años de exilio en Glasgow o de Salvador Alighieri, el culturista mexicano del que Cernuda se enamoró perdidamente en México y al que dedicó Poemas para un cuerpo (y que Antonio consiguió localizar en México). Y por cierto, Rivero Taravillo escribió un verso –“como un erizo herido por sus púas”– que es la mejor definición humana que he leído jamás sobre el poeta que nació en la calle Acetres de Sevilla. En un endecasílabo perfecto, Antonio Rivero condensó la hipersensibilidad enfermiza de aquel poeta que se defendía de los demás haciéndose daño a sí mismo, sí, exacto, “como un erizo herido por sus púas”.
Riverotaravillo fue poeta –un gran poeta–, y traductor, y biógrafo, y novelista capaz de escribir sobre cualquier hecho literario que llamara su atención. Una vez me enseñó el emplazamiento del hotel sevillano donde se hospedó Yeats en 1927, y luego se preguntó si Yeats y Cernuda habrían llegado a cruzarse alguna vez por una calle de Sevilla en aquel año que fue el de la famosa foto del Ateneo. Y como le atraía todo lo raro y todo lo que escapaba a los lugares comunes, Antonio dedicó otra biografía al rarísimo Juan Eduardo Cirlot, aquel poeta que coleccionaba espadas y escribía versos que parecían runas escandinavas.
Pero ahora nuestro riverotaravillo se ha muerto. Y todos sus amigos –fuimos muchos– tendremos que seguirle en un cortejo con arpas y gaiteros. Y tocando las palmas.
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