Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Intentar mirarse en el espejo y dudar de uno mismo. Hemos vacilado a la hora de enfrentarnos a esa imagen deformada y desfigurada del ser en el que uno no se debería reconocer. Albert Camus aseveraba que despojado el hombre de la ética y la razón, sólo quedaba un animal salvaje. Pero lo cierto es que lejos de aprender a vivir con ello, hemos aprendido, más que nunca, a no fiarnos de él. No podemos permitir que las más oscuras galerías del alma sean quienes dominen los territorios más íntimos de nuestro espíritu. Estamos en un mundo donde los seres buenos ya no existen. Han sido pasto de los viejos héroes de la memoria. Y como homenaje a ellos, nos han enseñado a comprender como normal lo que no lo es y lo anormal como que es lo correcto. Nos han arrojado al abismo y nos han separado la carne de los huesos.
En el mundo real, ese mismo en el que desahucian a las gentes o les ocupan la casa, mientras que nuestro queridísimos representantes públicos se gasta en un día más de trescientos mil euros en un jet privado, gambas y lo que no son ganas para quemar los últimos cartuchos -los mismos que no ha sabido utilizar durante años en pro del ciudadano: si será por falta de tiempo-, uno se da cuenta que todos estamos a merced de las vanidades de la humanidad y de su obstinada idea de acabar consigo mismo. Y que lo único que nos diferencia de los demás mortales es el tiempo que vamos a tardar en sucumbir ante esos ostentosos y suculentos banquetes que nos brinda el ego y la mediocridad. Así pues, ya sólo nos queda esperar. Esperar a que nos saquen de esta miseria que nos absorbe –ego te absorbe. La misma miseria que nos obliga a ver como normal que el mundo se nos muera entre las manos. Ahora lo que más se valora es todo aquello que nos merecemos por derecho, sin haber movido ni un solo dedo para conseguirlo. Se encumbra la Ley del mínimo esfuerzo. La mentira y el oprobio –esta frase sí que es buena: es capaz de contener el mayor cinismo al que puede aspirar un ser humano, sin despeinarse-. Atrás dejamos aquellos valores que diferenciaban a unos de los otros. Y quizás, más que nunca, hoy sea el momento de revelarse ante esta sociedad caduca y estéril y presentar un ciudadano con valores y principios morales. Un ser honesto, honrado, trabajador, humilde. Que no se corrompa o que no se venda por unos míseros euros, ni él ni a los suyos. Esa es a la sociedad que aspiro.
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