La mirada zurda
Antonio Guerrero
¿Puede una IA tener conciencia?
Yhe Animals –Los Animales, vaya nombre–, aquella banda británica, publicaron en 1964 The house of the rising sun, La casa del sol naciente, obteniendo tal éxito que han pasado a la historia del rock solo por esta canción. Llamada también Rising sun blues, blus del sol naciente, de autor desconocido y cantada ya a principios del pasado siglo, su letra habla de la mala fortuna del protagonista, no se sabe si hombre o mujer, originada por la adicción del padre al póker, y sitúa la acción en Nueva Orleans, Luisiana, Estados Unidos, donde aún hoy día Casa del sol naciente es sinónimo de prostíbulo y timba indistintamente.
Allí un local con mezcla de ambas funciones fue regentado durante la Guerra de Secesión por una tal Marianne le Soleil Levant, dama francesa cuyo apellido equivale en inglés a The rising sun, el sol naciente. La canción salió ya en disco de pizarra en 1934 y en 1948, y en 1960 la grabó Joan Baez.
Luego las versiones han sido muchas y de muy diversos grupos y cantantes, pero es la de estos Animales la que ha prevalecido en el acervo musical de los jóvenes que despertamos a la Vida, es decir, vivimos la adolescencia, en los años 60 y 70.
La canción se desarrolla sobre un riff de guitarra repetitivo, pero subyugante, que tocábamos en La menor–Do–Re–Fa–La menor–Do–Mi, fórmula relativamente fácil con la que empecé a tocar verdaderamente la guitarra diferenciando notas, cuerdas y dedos, nada que ver con el chumda–chumda de mi primera canción, Los ejes, de Los Albas, sobre La menor–Mi y mucho ritmo de púa. Aquel riff de La casa… en verdad me abrió un nuevo horizonte en aquella fuerte ilusión de mis 17 años por tocar la guitarra y, quién podía saberlo, igual formar algún día un grupo, un conjunto que se decía.
Pero esto nunca llegó a suceder: mi padre me reservaba un destino como estudiante para él incompatible con el chumda–chumda. Pues tocando esa canción y otras muchas –de Los Brincos, Fórmula V, Los Ángeles, Los Mustang, Los Salvajes, The Beatles, The Bee Gees…–; tocando esa canción, digo, en versión de The Lone Star, conocí, a los pies de la Torre de la Pólvora de la Alcazaba, lugar épico y desde entonces poético para nosotros, a la que me acompañaría –y, sorprendentemente, aún me acompaña– en mi andadura por la Vida todos estos últimos 58 años, haciéndola protagonista de mis propias canciones, de mis poemas...
Me gusta recordarlo de vez en cuando.
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