OPINIÓN | Luces y razones
Antonio Montero Alcaide
Las cosas del querer
Puede afirmarse que los artistas empiezan a ser conocidos por su nombre y perdurar su memoria y logros personales a partir del primer período clásico del arte griego, acontecido a lo largo del siglo V a.de C. Tanto en la Grecia arcaica como en otras civilizaciones anteriores del Mundo Antiguo, las identidades de los artistas no han trascendido para la posteridad, quizá porque su labor era considerada, como cualquier otra, un servicio a la comunidad, sin atribuirle las cualidades de mérito, inteligencia o sabiduría que hoy son aplicables al hecho creativo. Hasta la aparición de Fidias, Mirón o Policleto, un manto de desconocimiento cubre a los artífices de la Antigüedad. El arte cumplía una función representativa, sobre todo en el ámbito de lo religioso, y era una manifestación del colectivo; poco importaba quien lo produjera. En ese contexto, lo artístico tenía una autenticidad emanada de la vida de la sociedad, era un producto necesario para esa colectividad. Por acudir a Nietzsche, lo apolíneo y lo dionisíaco, en un estado primigenio, acuñaban un arte verdadero, grandioso. Pero en el clasicismo griego antiguo todo cambió. Nace la admiración del grupo hacia el artista capaz de deslumbrar con sus creaciones. Con Fidias y su virtuosismo naturalista nace el arte de hoy; ya podemos hablar de una mitificación del autor y de su obra. La proeza decorativa del Partenón y el prodigio edilicio de la Acrópolis ateniense marcan, en ese sentido, el inicio de una era nueva para el arte; plenamente moderna ya, plenamente de nuestro tiempo. Con el individualismo y el ego del autor –y la importancia de su firma- lo dionisíaco va mermando su presencia; lo apolíneo, el sueño de belleza, va imponiendo su estatus. Y desde este momento, también la figura del artista empieza a ser vista con recelo o envidia. Cuando Fidias fallecía, nacía Platón en Atenas, el gran pensador de la cultura occidental. Y cuando el filósofo elabora su sistema de pensamiento, ya está asentada en las polis griegas, por tanto, la admiración hacia sus grandes creadores. Platón tachó a los artistas y a los poetas de impostores por copiar o imitar la realidad sensible, que para él no era más que un reflejo, sombra o proyección de las ideas y sus perfecciones. Los tachaba de manipuladores y de ser un verdadero peligro para la educación de la juventud. Abogaba así por el despojo total de su poder e influencia e, incluso, por su expulsión de la polis. Pese a todo, la conciencia del artista fue abriéndose paso… hasta hoy.
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