Los cuadros de Pedrito

30 de mayo 2025 - 03:07

Pasada la medianoche con que se estrena el 6 de noviembre de 1936, a la altura de Tarancón, provincia de Cuenca, una patrulla de milicianos de la CNT da el alto a un interminable convoy de coches oficiales. Más negros que la noche cerrada que los envuelve se ponen los anarquistas cuando se enteran de que el gobierno de la República al completo se traslada a Valencia. Con premeditación, nocturnidad y alevosía, ha dejado a Madrid en la estacada. El enemigo está a las puertas. El tufo a pachulí del ejército africano podría olerse en la Casa de Campo y en la flamante Ciudad Universitaria, si no lo neutralizara el hedor a materia fecal de la clase política. Al pueblo solo lo salva el pueblo. O nadie.

De milagro los milicianos no fusilan allí mismo a Pedro Rico, a la sazón alcalde de Madrid, un retaco atildado y tremante que se ha agregado de matute a la comitiva oficial. Mucho miedo y poca vergüenza. Quien, dos semanas antes, arengaba al pueblo madrileño desde el proscenio del Cine Monumental a la vera de La Pasionaria, diciendo que «todos hemos de cumplir con nuestro deber resucitando las jornadas del 19 y 20 de julio», ese mismo bergante aduce ahora haber sido designado para no sé qué encomienda del Frente Popular. No cuela. Los ceneteros le ordenan regresar a Madrid, lo cual, para un traidor, es como mandarlo al matadero.

Rico tiene contactos —qué politicastro no los tiene— y un día después, o sea, el 7 de noviembre, consigue refugio en la Embajada de México, donde permanece, comiéndose a Dios por los pies, hasta finales de enero del año siguiente, cuando un banderillero de la cuadrilla de Belmonte, un tal Juan Pérez Gómez, alias Nili, acierta a embutir las casi 12 arrobas de alcalde en el maletero de su coche y salir pitando para Valencia. Los milicianos no reparan en el coche pese al peso de las banderillas.

Entre tanto, la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico, organismo creado por el gobierno de la República para precaver la devastación de las obras de arte, se apropia de siete cuadros que nuestro héroe tenía en su casa. El destino de las obras será su exposición en museos públicos estatales, ya franquistas, ya democráticos, para disfrute del personal durante la friolera de 85 años, hasta que un ministro de Cultura de un gobierno que se “autopercibe” de izquierdas restituya la titularidad privada de esos cuadros que un día pertenecieron a un judas del pueblo madrileño.

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