Al hilo de tanto debate y pretensión de desmenuzar el grado de racismo que pulula por este país, detecto omisiones graves para encuadrar la cuestión con un mínimo de rigor. Acaso la principal sería la de reconocer que sí, que somos racistas por naturaleza, o sea, que como primates venimos genéticamente equipados para serlo. Y es que, como dicen los etólogos, nuestra conducta se ajusta instintivamente a complejos desencadenantes sensoriales, entre los que la vista es el más proactivo, para que el cerebro procese en milisegundos, la raza, el género y estatus social de otra persona para codificarla entre los prejuicios que cada cual porte. Y ese primer dato sobre la raza es tan imperativo, que se detecta incluso antes que el sexo del sujeto avistado, pero no como algo ocasional ni en sí mismo controlable: es secuela de una evolución homínida durante miles de años para conjurar riesgos en tiempos muy peligrosos. Aunque al cabo se trata solo de una pulsión neural más que puede reconducirse a través de la culturización adecuada, como tantos otros impulsos reconducibles a través de su racionalización a pesar de que no sea fácil, dado el arraigo social de tantos hábitos tradicionales que asumen discriminar al otro por razón de la raza, del sexo, del credo o del estatus. Que turban la convivencia, pero perviven tan normalizados que hasta se exhiben con impudor insertados en aldeanismos étnicos que reclaman orgullosos sus Rh, su prosodia o hasta sus niveles intelectivos: vean al modélico EEUU, cuya C. Suprema autorizó en 1927, esterilizar una joven discapacitada «para evitar que los ineptos continúen su estirpe» (sic). Y ello a pesar de que la ciencia ha confirmado mil veces que las distintas razas son meras variables de una evolución adaptativa a cada entorno, sin que exista superioridad de ninguna sobre otras, mal que les pese a esas hordas vociferantes de hinchas futboleros que, al cabo y bien mirados, a pesar de ser estrepitosos, también representan el racismo más fácil de corregir: basta con suspender uno o diez partidos cada vez que algún cafre eructe su infamia y se zanja la cuestión. Peor conjuro tienen, ay, esos otros racismos silentes o culturales que con impiedad impune, campean en las relaciones sociales, laborales o lingüísticas. La lista de agravios xenófobos sigue siendo tan larga y cotidiana y los remedios tan banales que, como no se traten desde la cuna, no tienen solución.

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