OPINIÓN | Luces y razones
Antonio Montero Alcaide
Las cosas del querer
Leo que un artista afirma: “La incomodidad es parte de ser público, y si solo acudimos al teatro a que nos entretengan vamos mal”. No acabo de entender este elogio de la incomodidad ni este denuesto del entretenimiento. Lo que a un servidor le produce incomodidad es una obra mala, zafia, vulgar o, lo que es peor, pedante. Nunca me he sentido incómodo ante una obra de calidad por exigente, dura o difícil que fuera. Me he sentido estimulado y provocado por el desafío creativo e inteligente. Siempre, insisto, que la calidad justifique el esfuerzo. Otra cosa son las obras difíciles que por cuestión de gusto personal no nos interesan.
En cuanto al entretenimiento, es sobre todo una cuestión subjetiva que tiene que ver con el umbral de aceptación que procura una cierta educación y entrenamiento. Tanto me han entretenido –en las acepciones de “recrear el ánimo” o de “divertirse leyendo”– obras de autor o industriales, minoritarias o populares, difíciles o fáciles. Por supuesto la emoción e incluso la conmoción –y desde luego el conocimiento de la compleja naturaleza humana– es mayor cuanta más altura creativa tenga la obra. No son los mismos los mares de Conrad, de Melville, de Stevenson o de Sabatini. No son las mismas las praderas de Ford, de Hawks, de Mann o de De Toth. Pero todos son igualmente disfrutables según el momento.
Valga este ejemplo. En 1985 la editorial argentina Hyspamérica encargó a Borges que seleccionara y prologara los 100 libros que consideraba esenciales. Era un Borges ya mayor, en la cumbre de su experiencia lectora. De hecho, la muerte le alcanzó cuando había elegido 74. El resultado fue la Biblioteca Borges. Si quisiéramos establecer categorías dividiéndola según conceptos de incomodidad o comodidad, profundidad o entretenimiento, dificultad o facilidad, gran literatura o evasión, estarían por un lado Cortázar, Kafka, Ibsen, Gide, Dostoievski, Conrad, Flaubert, Kierkegaard o Rulfo. Y, por otro, Wells, Chesterton, Machen, Bennett, Phillpotts, Kipling, Collins, Stevenson o Walpole. Pero estaban todos juntos, que no revueltos, prologados por unos brevísimos y magistrales textos que daban a cada uno su valor. Alianza los reunió en un volumen que les recomiendo: es una lección sobre el placer de leer, con juicio pero sin prejuicios.
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