La expresividad de Mora

20 de noviembre 2025 - 03:06

En estos días se celebra una deslumbrante exposición –de precaria instalación museográfica- en la catedral de Granada sobre la obra de José de Mora, el gran imaginero que llevó la Escuela granadina, desde finales del XVII a comienzos del XVIII, hasta sus últimas consecuencias estilísticas y expresivas. Formado con Alonso Cano, tomó de él un aliento de belleza clasicista y equilibrio compositivo, y acaso una forma límpida y austera de policromar, casi carente de estofados y decoraciones. Fue capaz, no obstante, de desarrollar un estilo personalísimo emancipándose notablemente de su maestro, fascinante y deformante, que pone un glorioso colofón al barroco granadino. Los santos de Mora tienen una inquietante y turbadora belleza. Sus personajes, de enjutos y pálidos rostros –en ocasiones casi cadavéricos- revelan un sufrimiento interior casi extático, sublime. Su virtud reside en la capacidad de transgredir y rebasar las costuras o límites del naturalismo canesco, haciendo virar el realismo contenido de lo granadino hacia territorios de dicción expresionista, donde cada deformación está sabiamente pensada, ideada y ejecutada. En este sentido deben entenderse las posiciones de los miembros y los giros en múltiples contrapostos de las partes del cuerpo en sus figuras. También las caídas y diseños de los pliegues de paños, que nacen de una atenta observación del natural y se deforman caprichosamente en determinadas zonas para expresar los trances místicos o arrobados. Las manos, en posiciones retorcidas muchas veces, potencian estos arrebatos. Y los rostros, de afiladas mandíbulas, marcados pómulos o párpados superiores inflamados, crean un desasosiego en el contemplador que nunca olvidará semejantes visiones, verdaderamente originales e inclasificables. Sorprenden en este sentido, especialmente, los bustos de dolorosas lacrimosas, con el manto cayendo sobre la cabeza y ocultando la frente, arrojando una sombra siniestra sobre el rostro pálido, de exquisita belleza nacarada y labios rojos como una herida. Hay en estas deslumbrantes creaciones una capacidad de invención y de emoción absolutamente inconmensurables. Mora pertenece a la otra veta del Realismo español; aquella en la que se rompen las lindes con el mundo real y aparece el otro mundo, el ultraterreno, donde los sueños y la deformación más turbadora hacen su presencia por estrictas ansias expresivas. Su mundo pertenece a la estirpe española de Berruguete o El Greco, de Goya o Zuloaga, la de un realismo expresionista ascético y lacerado.

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