Cambio de sentido
Carmen Camacho
Zona de alcanfort
Hoy me pesan los dedos. Me cuesta teclear. Siento como si se me quedasen pegados a los blandos y muelles botones, que se me antojan borrosos a causa del sudor que me entra en los ojos. Y es que es lo que toca. Periodo estival de canícula retransmitida en directo en una ólicas y apocalípticas predicciones que nos anuncian el fin de la humanidad que, o bien muere ahogada por la subida de diez metros del nivel del mar, o se extingue abrasada por temperaturas de cincuenta grados a la sombra en enero.
No se yo cuánto habrá de cierto en el preocupante y más que incierto periodo de sobrecalentamiento que llevamos años soportando, y cuáá realmente consecuencia de nuestra falta de memoria interanual, potenciada por la vorágine de inmediatez y dinamismo extremo que los nuevos y metav
En estas latitudes en verano toca calor. Eso es así desde mucho antes de que el matemáárabe Muhammad Ibn Musa al-Khwarizmi inventara el cero. Nos pongamos como nos pongamos.
Y esto me hace pensar en cómo desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha buscado protegerse del calor y del sol. Fuente inagotable de vida y todo lo que queramos, pero un autntico incordio cuando de amargarnos la existencia se trata.
Hoy día recurrimos a la tecnología de vanguardia para engañar a los elementos, con electrónicos artilugios alimentados con una electricidad baja en emisiones y controlada desde el asistente virtual al que invocamos cuando vienen las visitas. Nanomateriales reciclados que son capaces de hacer en 7 centímetros, lo que un sillar de 60 centímetros de arenisca consigue a fuerza de masa y presencia. Milagrosos vidrios con filtros solares y cáón que nos permiten reírnos del astro rey, mirándole a pecho descubierto y sin temor a que se nos derrita la cera con las que se adhieren nuestras alas.
Pero en esencia es lo mismo. Todo pasa por esconderse y ocultarse tras un caparazón cual tortuga centenaria, y robarle unos grados de temperatura al aire que nos envuelve a costa de entregárselos contra su voluntad al sobrecalentado exterior del refugio.
Agua corriendo por acequia, botijo y emparrado. De esto, nuestros árabes antepasados sabían un rato. Y es de ellos, de los que más hemos aprendido para combatir al sol. Huecos pequeños, bien orientados y volúmenes claros que generan rincones umbríos en los que se potencian las corrientes de aire. Reposo y quietud. Tiempo en suspenso hasta que la noche estrellada nos vuelve a dar un respiro.
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