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En el Museo Goya de Castres -una institución en el sur de Francia dedicada al arte español- destaca una de las grandes obras maestras del pintor aragonés, acaso algo olvidada: “La Junta de las filipinas”. De gran tamaño y premonitoria de las posteriores Pinturas Negras, la obra retrata un oscuro tiempo de nuestra historia con toda la carga que el malhumorado artista podía expresar y con toda la potencia, enorme, de su genio clarividente. La Real Compañía de las Filipinas se creó por Real Cédula de Carlos III en 1785. Era una asociación de comerciantes a los que se les otorgaron privilegios, entre los que contaba el monopolio comercial entre la colonia y el resto del imperio. Con los años tuvieron varios conflictos, tanto con Inglaterra como con los nativos de Filipinas, y la cosa fue decayendo hasta propiciar su total disolución en 1834. En 1815, durante el transcurso de una de las asambleas ordinarias del grupo, el rey Fernando VII -recién llegado a España, tras liquidarse la Constitución e instaurar el absolutismo más represor- apareció de improviso en la reunión y se sentó en el puesto de presidencia. Era la primera vez que un monarca hacía tal cosa y la Junta Directiva, para conmemorar el hecho, decidió encargar un gran cuadro a Goya. Algunos de sus miembros, como Munárriz y Lardizabal, eran amigos del pintor y habían sido retratados por él poco antes. Pero lo que había de ser una exaltación patriótica y grandilocuente en un salón noble y floreado, Goya lo trocó en axfisiante y opresiva reunión de abotargados empresarios, indignos próceres de la patria, en una sala casi vacía, oscura y polvorienta, de muy cargado ambiente, donde la luz que entra por un gran hueco a la derecha cumple un papel siniestro. El centro de la imagen lo ocupa un Fernando VII estirado y amenazador, más elevado y crecido que el resto de personajes que comparten con él la mesa presidencial. Sentados a ambos lados de la sala, como ajenos a lo que allí acontece, están los comerciantes, soñolientos y hundidos en sus sillas, gordos y deformes putrefactos, que retratan con certera visión el ser español más decadente y nauseabundo. La técnica, densa e informalista, relaciona esta obra con Rembrandt y su monumental “Conjura de los bátavos”. El cuadro, que al parecer no gustó, pronto fue apartado de la vista y vendido a particulares. En 1881 fue adquirido en Madrid por el pintor francés Marcel Briguiboul, cuyo hijo lo donó en 1893 al museo de Castres.
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