Los ojos de un penitente

Sensaciones inexplicables. Un nudo en la garganta impide que emitas sonido alguno, cuando desde tu puesto en la procesión ves cómo tu Cristo y tu Virgen ganan la calle

21 de abril 2011 - 01:00

LLEGA el gran momento. La Semana Santa sabes que está ahí, además de buen sabor que comienzan a tener los postres caseros, a base de roscos, borrachillos y torrijas, porque escuchas desde el balcón de tu casa las primeras marchas procesionales, hueles con cautela el purificante incienso, ves cómo en el Paseo de Almería se congregan cada noche miles de almerienses para hacer un poco más llevadero el camino de Cristo y de su Madre... Pero te falta algo. Hasta que tú no te pones el capirucho, tu Semana de Pasión no está completa. Necesitas ver a través de dos pequeños agujeros que muchas veces no coinciden con la altura de tus pupilas para creer, para sentir, para disfrutar, para tener fe en lo que haces.

La liturgia del día en el que procesionas comienza durante la siesta. Ya has preparado el traje. Está bien planchado, colgado en alto para que no se arrugue, con el capirucho a su lado como haciéndote recordar que esta noche eres tú el que vas a sufrir la penitencia que hace más de 2.000 años tuvo que padecer un hebreo para salvar al mundo. A diferencia de él, a nosotros no nos van a crucificar, ni nos van a poner una corona de espina, ni nos van a azotar. Y quizás lo más doloroso, no nos van a vender ante nuestros enemigos como en su día hizo Judas. Nosotros, aunque es cierto que estamos padeciendo los problemas del sigloXXI y no puedo restarle importancia al gran sufrimiento que está provocando la crisis, tan sólo tenemos que completar un trayecto de unas cuantas horas en pie, en el que aprovechas para pedir por todo aquello que te importa al que ves que con una mirada desgarradora y penetrante, pide desde su cruz una clemencia que nunca llegó. Por desgracia, así de agradecido es el mundo.

Se abren las puertas del templo. Aprovechas para atarte el capirucho mientras los costaleros calzan el paso y la cruz guía sale a la calle. Cristo comienza la primera revirá dentro de la Iglesia. Su plástica figura, bien clavada a la cruz, para evitar ni tan siquiera que le quedara un resquicio de vida al que agarrarse a un hombre que había sufrido una tortura que hoy por hoy nadie la aguantaría, se dirige hacia la luz. Es una escena casi mística. La belleza de su manto de rosas anuncia que la Marcha Real está a punto de sonar. Ahí llega el toque de corneta. La piel comienza a ponerse de gallina. Es una sensación inexplicable, innenarrable, tan sólo comparable a lo que se siente cuando la Virgen vuelve a su católica morada y la Banda de Música le canta el Encarnación Coronada. ¿Qué se siente? Mírenme a los ojos y lo sabrán. O mejor, el próximo Martes Santo acudan a San Sebastián.

Ahora sí que te toca. Ya has rezado tus plegarias, pero sabes que, como dicen los hinchas del Liverpool, nunca caminarás solo en este desfile. Notas la fuerza de tu padre y de tu madre, de los que te quiere, de tu Señor y de tu Señora, que te aúpan el estandarte cuando los brazos comienzan a estar congestionados. Sin embargo, sabes que lo tienes que hacer y lo haces. Tú también ganas el cielo. Si no, echas la vista atrás y ves cómo la Virgen tiene la mirada clavada en ti. Ni en el cielo, ni en los que te rodean. En ti. María, con el gesto que sólo las madres saben dibujar en su cara cuando un hijo les necesita, te pide que no decaigas, que hagas un esfuerzo extra por ella. Al contemplar sus lágrimas, su gesto de impotencia, el eterno sufrimiento de a quien le arrancaron de cuajo su vida para salvar la de los que le arrebataron la de su hijo, sabes que eres capaz.

Laynez

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