OPINIÓN | Luces y razones
Antonio Montero Alcaide
Las cosas del querer
Lo acontecido en el País Vasco primero y Cataluña después, como estallido de un monstruo que históricamente ha ido alimentándose, pone encima del tapete la necesidad de una reflexión seria y de calado sobre la naturaleza y necesidad de las comunidades autónomas. De una parte, la dinámica política autonómica –basada en un erróneo discurso sobre la asunción de los rasgos identitarios como un bien preservable- ha degenerado, ya en democracia, en reinos de taifas, chovinistas y autocomplacientes, donde los partidos dominantes han metabolizado y exaltado la cultura tribal para perpetuarse en el poder. Las autonomías nacieron por la necesidad de satisfacer las aspiraciones nacionalistas de ciertos territorios mal llamados “nacionalidades históricas” y, por extensión, se cosió todo el mapa de límites, se inventaron territorios con personalidad política y rasgos propios, como riquezas que habían de conservarse y acrecentarse. El café para todos fue el gran error. Las instituciones de las sociedades democráticas modernas, al menos las de las más avanzadas, no están para avalar patriotismos de raza o de tribu basados en mitos, creencias fabuladas o manipuladas interpretaciones de la historia pasada. El único patriotismo posible para una sociedad moderna, justa e igualitaria, es el constitucional, como ya lo explicó Habermas, el más importante pensador de hoy comprometido con una socialdemocracia moderna, justa y razonable. Los patriotismos que se nutren del orgullo por la pertenencia a una tribu, con sus mitos y tradiciones son el germen de todo supremacismo o xenofobia. El proyecto de la Ilustración, que desgraciadamente no pudo implantarse en su conjunto y en España fracasó estrepitosamente, aspiraba a una verdadera hermandad e igualdad entre los hombres, a una superación de las distintas tribus y sus rasgos diferenciales. Pero el Romanticismo, surgido como reacción al imperialismo napoleónico, rehabilitó los mitos de los territorios, especialmente los religiosos y raciales, abocando a los nacionalismos y fascismos tal cual los conocemos hoy. Unido a todo ellos, están también las fallas y degradaciones de unas administraciones que tienen un incompresible estatus de autogobierno, lo que redunda en toda suerte de clientelismos, corrupciones, duplicidades competenciales y despilfarros sin freno. Las autonomías nacieron básicamente para preservar los rasgos identitarios y a ello han sumado todos los vicios imaginables de una administración sin control.
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